La casa no era ésta ni la otra,
era tránsito entre todas
y la extrañeza de sus hábitos,
cuando el borde de los sueños afilados
se diluía.
Sentía la esfera y sus manecillas
en el centro del pecho
con una melodía y el llanto.
Escapaba del intervalo mortecino de la lámpara,
persiguiendo sus propios dedos
sobre el plano de los días,
con su discurso vespertino
y el temor de que la voz se astillara,
pronunciando la magia del gracias,
que consolaba
cuando el rincón de la ventana se abría
a la pausa.
Llegaría la apenada sombra del miedo,
cada día venía con aspavientos y veneno
a imitar un sollozo reprimido dentro del puño
y la paz
ganada en los múltiples desvelos.
Era la casa de los antiguos duendes
y la ceremonia del valor,
para seguir la orilla de un mar atrapándola
en la mudez de la medianoche.
Así, desarmada,
despertaba y buscaba
bajo la almohada el as que había soñado.