copete
Caminaba con mi carpeta bajo el brazo, iba de regreso a casa. Para que el
camino no me resultara tan largo, atravesé el callejón de las culebras. Era un
pasadizo entre dos edificios, pero por supuesto no había culebras. Contaban que
antiguamente, cuando aquello era todo baldío, en esa zona se habían visto
varias veces culebras. Decían, además, que una había matado a un hombre, al
parecer eran venenosas. Pero a mí el callejón de las culebras no me daba miedo.
Por allí se llegaba antes a la playa.
Ese día una espesa niebla subía desde el mar y llegaba hasta el final del
callejón de las culebras. La gente caminaba atravesando la niebla, parecían
espíritus vagabundos. Al pensarlo se me erizó el vello. No estaba preparada
para encontrarme con fantasmas.
De pronto sentí algo enredado en mi tobillo, estaba en la mitad del
callejón de las culebras. Era verano llevaba sandalias y unos pantalones muy
finos que me tapaban un poco el pie, por eso no me veía el tobillo. Tiré de la
pernera del pantalón y dejé el tobillo al descubierto. Buah!! Dos babosas
gelatinosas se perseguían alrededor de mi tobillo con su típica lentitud y sus
rastros de babas sobre mi piel. Quería sacarlas, pero tocar aquellos dos bichos
me daba mucho asco. Sacudí la pierna pero los bichos no se desprendían, al
contrario, se aferraron más. Abrí la carpeta y arranqué una hoja del cuaderno
que llevaba. Con la hoja de la libreta me saqué las babosas. Después busqué un
kleenex en mi bolso para limpiarme la huella de las babosas.
La niebla avanzaba desde el final del callejón de las culebras y casi me
alcanzaba, decidí plantarle cara y avanzar a tientas. Así, infiltrada en la
espesura de ese humo mojado, yo también parecía un espectro. Empecé a sentirme
inquieta, aunque en el fondo sabía que la niebla iba a bajar de un momento a
otro. Mi pretensión de pasear un poco antes de subir al autobús se estaba
poniendo difícil. En el tobillo aún persistía la sensación que me habían dejado
las babosas, era una sensación fantasma, como cuando duele una pierna que
falta.
Una niña de unos siete años comenzó a caminar a mi lado. No supe de dónde
venía miré hacia atrás pero no vi nada solo la niebla y algunas formas
moviéndose a lo lejos. La niña me sonrío y me miró con unos ojos azules casi
blancos. Aquella mirada provocó mis lágrimas, como si fuera mi miedo infantil
encarnado. Me dio una mano fría con otra sonrisa. Dijo: "por allí",
indicándome las escaleras que bajaban a la playa. "Tu papá está
allí", dijo. Mi padre había muerto cuando yo tenía veinte años. Mis
lágrimas ya no caían.
La niña me llevo de la mano hasta la orilla. El paseo marítimo estaba
borrado por la niebla, solo se veían las pequeñas olas de una marea baja. Al
pisar el agua la niña desapareció, como si se la hubiera tragado la bruma.
Sobre el mar aparecieron algunos claros, las rocas se tornaron visibles. Sobre
ellas la imagen de mi padre. Mi corazón latía veloz. Sin acercarse me habló:
"estoy bien". La niebla lo cubrió y lo llevó con ella. Poco a poco la
playa fue visible.
Mis pasos volvieron hacia las escaleras. Algo automático me obligaba a
caminar hacia la parada del autobús. Estaba contenta pero no sabía qué pensar
de lo ocurrido. No se lo conté a nadie, temí que me tomaran por una desquiciada.