viernes, 19 de julio de 2024

RUIDOS EN LAS PAREDES

 


Las noches en que estaba el "maldito" dando  golpes en las paredes, los sueños desaparecían por completo, toda clase de sueños. Las almohadas eran un ejército perdido en la noche. Adriana esperaba el amanecer con devoción. Durante ese tiempo era como un campo en periodo de sequía, en todos los ámbitos, no quedaba una sola parcela de su vida que no estuviese manchada por su enemigo. Todavía no había aprendido a deshacerse de su presencia. Estaba al otro lado del muro, eso nunca cambiaría , no entraría en su casa, al menos estando ella, a pesar de lo cual tenía miedo. Probó a apagar la luz, pero las imágenes que venían a su pensamiento la atormentaban. Aquello se parecía a la muerte, Adriana sentía que su cama se convertía en un ataúd. Y en un ataúd solo hay un cuerpo, algo que a ella ya no le servía puesto que  se había disociado completamente. Solo le quedaba la pena,  nadie conocía ese sufrimiento, en esas noches estaba sola, nadie la auxiliaba. Se sintió capaz de matar, la impotencia la desconsolaba, el enemigo era cobarde y escondía su identidad.

Entonces, en un intento por conseguir la calma, por reducir el miedo, esparcía sobre el lecho sus objetos mágicos. El ritual la ayudaba a apaciguar su ánimo. Al tiempo que el latido de la luna entraba por la ventana, Adriana tomó en sus manos la caja donde guardaba esos objetos. Era una caja de madera lisa y barnizada con una tapa. Volvió a la cama y abrió la caja. Fue depositando los objetos a su alrededor. Un botafumeiro de plata en miniatura, una reliquia, un crucifijo de madera, una bola de cristal, un anillo de oro con una esmeralda, una piedra con amatistas y una pluma de paloma blanca. La reliquia consistía en un mechón de cabello de su ya fallecida madre. Puso un cono de sándalo a quemar, sobre la mesita de noche. Pronto el aroma del incienso invadió la habitación. Se puso el anillo con la esmeralda en el dedo anular. Una corriente cálida la recorrió por entero.

Los golpes disminuyeron y se alejaron. En la bola de cristal apareció un rostro. Adriana estaba un poco asustada, aquello fue una sorpresa inesperada, tomó entre sus manos la reliquia y se puso a rezar. El rostro de la bola de cristal lloraba desesperadamente, no sabía qué hacer, ni qué significado tenía. Siguió rezando.

Algo la iluminó, comprendió que aquel rostro era el suyo. Tomó la bola de cristal y la posó sobre la palma de su mano. Su rostro, escondido en el cristal, lloraba todo lo que ella no podía. Le habían robado el cuerpo y también se habían llevado el llanto. Unió sus manos y dejó la bola de cristal en el centro, protegiendo el extraño desahogo. Cuando desunió las manos la bola de cristal había recuperado su transparencia, no sintió que su rostro retornara ni tampoco quedaba rastro de lágrimas.

Al otro día, escuchando la radio, supo que un hombre que salía del portal adyacente, había sido atropellado por el autobús 406, cuando cruzaba la calle.

Desde entonces los ruidos en las paredes disminuyeron, algunos días estaba todo en calma. Y esa mañana hacía un día espléndido.







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