Las
noches en que estaba el "maldito" dando golpes en las
paredes, los sueños desaparecían por completo, toda clase de
sueños. Las almohadas eran un ejército perdido en la noche. Adriana
esperaba el amanecer con devoción. Durante ese tiempo era como un
campo en periodo de sequía, en todos los ámbitos, no quedaba una
sola parcela de su vida que no estuviese manchada por su enemigo.
Todavía no había aprendido a deshacerse de su presencia. Estaba al
otro lado del muro, eso nunca cambiaría , no entraría en su casa,
al menos estando ella, a pesar de lo cual tenía miedo. Probó a
apagar la luz, pero las imágenes que venían a su pensamiento la
atormentaban. Aquello se parecía a la muerte, Adriana sentía que su
cama se convertía en un ataúd. Y en un ataúd solo hay un cuerpo,
algo que a ella ya no le servía puesto que se había disociado
completamente. Solo le quedaba la pena, nadie conocía ese
sufrimiento, en esas noches estaba sola, nadie la auxiliaba. Se
sintió capaz de matar, la impotencia la desconsolaba, el enemigo era
cobarde y escondía su identidad.
Entonces,
en un intento por conseguir la calma, por reducir el miedo, esparcía
sobre el lecho sus objetos mágicos. El ritual la ayudaba a apaciguar
su ánimo. Al tiempo que el latido de la luna entraba por la ventana,
Adriana tomó en sus manos la caja donde guardaba esos objetos. Era
una caja de madera lisa y barnizada con una tapa. Volvió a la cama y
abrió la caja. Fue depositando los objetos a su alrededor. Un
botafumeiro de plata en miniatura, una reliquia, un crucifijo de
madera, una bola de cristal, un anillo de oro con una esmeralda, una
piedra con amatistas y una pluma de paloma blanca. La reliquia
consistía en un mechón de cabello de su ya fallecida madre. Puso un
cono de sándalo a quemar, sobre la mesita de noche. Pronto el aroma
del incienso invadió la habitación. Se puso el anillo con la
esmeralda en el dedo anular. Una corriente cálida la recorrió por
entero.
Los
golpes disminuyeron y se alejaron. En la bola de cristal apareció un
rostro. Adriana estaba un poco asustada, aquello fue una sorpresa
inesperada, tomó entre sus manos la reliquia y se puso a rezar. El
rostro de la bola de cristal lloraba desesperadamente, no sabía qué
hacer, ni qué significado tenía. Siguió rezando.
Algo
la iluminó, comprendió que aquel rostro era el suyo. Tomó la bola
de cristal y la posó sobre la palma de su mano. Su rostro, escondido
en el cristal, lloraba todo lo que ella no podía. Le habían robado
el cuerpo y también se habían llevado el llanto. Unió sus manos y
dejó la bola de cristal en el centro, protegiendo el extraño desahogo.
Cuando desunió las manos la bola de cristal había recuperado su
transparencia, no sintió que su rostro retornara ni tampoco quedaba
rastro de lágrimas.
Al
otro día, escuchando la radio, supo que un hombre que salía del
portal adyacente, había sido atropellado por el autobús 406, cuando
cruzaba la calle.
Desde entonces los ruidos en las paredes disminuyeron, algunos días estaba todo en calma. Y esa mañana hacía un día espléndido.