miércoles, 28 de agosto de 2024

NOCHES VIOLETA



Las noches violeta eran inmensamente grandes y estrelladas. A ratos abría la contraventana del balcón soportando sus chirridos. Vio correr a un conejo cerca del gallinero, hacían eso, invadían la finca y correteaban toda la noche.

El gallinero estaba vacío y la casa también. Solo estaba él y a veces los niños que correteaban por los pasillos, por lo general las noches eran tranquilas. Podía extender su largo dedo índice y contar estrellas hasta aburrirse. Los niños aparecían durante el día, siempre jugaban en el interior de la casa, como si no pudieran salir, a él le pasaba lo mismo: siempre estaba allí, encerrado.

Esa noche durmió tras contemplar el cielo morado. Pensó en los niños porque la noche era demasiado solitaria y silenciosa. Las noches violeta recurría a sus cigarrillos, se escondía tras el humo. Fumaba y pensaba en que los niños salían de la habitación quemada.

La mañana se presentó azul claro, de un celeste inmaculado. Amaneció en el salón, como siempre. Había un sofá que le hacía de cama, una mesita de centro y dos butacas orientadas hacia el balcón. En el resto de las habitaciones no había muebles, al menos en esa planta. Nunca bajaba a la planta inferior, los niños sí, corrían por toda la casa. Uno de los lugares en donde más tiempo pasaban era el desván. Allí sí había muebles y otros enseres.

Se asomó al balcón y contempló las aves. Parecían de plástico. Piaban y volaban, aún así semejaban aves de jaula. Allí todo estaba de algún modo encarcelado, como si el perímetro de la finca estuviera controlado por la muerte.

De pronto oyó a los niños en la habitación quemada. Gritaban, gritaban dolor. Enseguida les oyó correr hacia el desván. Dedujo que los gritos eran parte del juego y se tranquilizó. Oía sus pasos en el último piso, solían pasar allí horas.

Él había llegado por el bosque y se encontró todo tal cual estaba ahora mismo. Antes del bosque estaba el coche tumbado con las ruedas hacia arriba, los hierros, los cristales y él inconsciente. Curiosamente salió de allí indemne y comenzó
 a avanzar por el bosque. Hasta que encontró la casa y se refugió en ella.


Salió del salón con ciertas reticencias y se dirigió a la habitación quemada. Hasta el espejo era un tizón, el fuego había pintado de negro el azogue. De pronto sintió un mareo y vio las llamas, al otro lado los gritos de los niños y en el umbral los gritos de una mujer desesperada: "mis hijos", "mis hijos"...

Allí anidaba un infierno de dolor.

A partir de ahora los niños podrían verle. Los tres vivían en un mundo paralelo más allá de la muerte.







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