Las
noches violeta eran inmensamente grandes y estrelladas. A ratos abría
la contraventana del balcón soportando sus chirridos. Vio correr a
un conejo cerca del gallinero, hacían eso, invadían la finca y
correteaban toda la noche.
El gallinero estaba vacío y la
casa también. Solo estaba él y a veces los niños que correteaban
por los pasillos, por lo general las noches eran tranquilas. Podía
extender su largo dedo índice y contar estrellas hasta aburrirse.
Los niños aparecían durante el día, siempre jugaban en el interior
de la casa, como si no pudieran salir, a él le pasaba lo mismo:
siempre estaba allí, encerrado.
Esa noche durmió tras
contemplar el cielo morado. Pensó en los niños porque la noche era
demasiado solitaria y silenciosa. Las noches violeta recurría a sus cigarrillos, se escondía tras el humo. Fumaba y
pensaba en que los niños salían de la habitación
quemada.
La mañana se presentó azul claro, de un celeste
inmaculado. Amaneció en el salón, como siempre. Había un sofá que
le hacía de cama, una mesita de centro y dos butacas orientadas
hacia el balcón. En el resto de las habitaciones no había muebles,
al menos en esa planta. Nunca bajaba a la planta inferior, los niños
sí, corrían por toda la casa. Uno de los lugares en donde más
tiempo pasaban era el desván. Allí sí había muebles y otros
enseres.
Se asomó al balcón y contempló las aves. Parecían
de plástico. Piaban y volaban, aún así semejaban aves de jaula.
Allí todo estaba de algún modo encarcelado, como si el perímetro
de la finca estuviera controlado por la muerte.
De pronto oyó
a los niños en la habitación quemada. Gritaban, gritaban dolor.
Enseguida les oyó correr hacia el desván. Dedujo que los gritos
eran parte del juego y se tranquilizó. Oía sus pasos en el último
piso, solían pasar allí horas.
Él había llegado por el
bosque y se encontró todo tal cual estaba ahora mismo. Antes del
bosque estaba el coche tumbado con las ruedas hacia arriba, los
hierros, los cristales y él inconsciente. Curiosamente salió de
allí indemne y comenzó a avanzar por el bosque. Hasta que encontró
la casa y se refugió en ella.
Salió del salón con ciertas
reticencias y se dirigió a la habitación quemada. Hasta el espejo
era un tizón, el fuego había pintado de negro el azogue. De pronto
sintió un mareo y vio las llamas, al otro lado los gritos de los
niños y en el umbral los gritos de una mujer desesperada: "mis
hijos", "mis hijos"...
Allí anidaba un
infierno de dolor.
A partir de ahora los niños podrían
verle. Los tres vivían en un mundo paralelo más allá de la muerte.
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