Éramos niñas y compartíamos habitación. El muñeco de Laura,
su pequeño tesoro, tropezó conmigo y con mi miedo. Era de goma y lo
colocaba por la noche sentado en la base de la lámpara de la mesilla
situada en el medio de las dos camas. Su cabeza casi transparente
reposaba bajo la luz, donde resaltaban sus ojos eternamente abiertos
y burlones.Yo veía su demoníaca boca presidiendo mis inevitables
pesadillas en las que aquella desdentada abertura me atacaba y mordía
mi cuello como si fuera un vampiro. De esa boca, entreabierta en una
sonrisa cruel, colgaba un hilillo de sanguinolenta pintura.
Le
había comentado a Laura mi aprensión con respecto al infernal
aspecto de su muñeco y le había sugerido poner otro u otra en su
lugar, a lo que Laura se negó.
Un día en el que el
monstruito estaba solo en la habitación, Laura había salido con
nuestra madre, vi mi oportunidad: salvarme de mis sueños tétricos y
cambiarlos por plácidos sueños.
Tomé entre mis manos al
culpable de mi terror, lo tiré al suelo y le di unos cuantos
pisotones. Su cabeza se resquebrajó. Cuidadosamente lo devolví a su
sitio y pensé, feliz, en mi liberación nocturna.
Sin
embargo, a pesar de la fractura que había padecido el muñeco, hecho
que había provocado las lágrimas de Laura, esa noche el endiablado
muñeco volvió a sentarse bajo la lámpara y ahora lucía mucho peor
que antes. Las fracturas en la cabeza de aquel diabólico objeto, que
había dejado de ser un simple muñeco para convertirse en un
espectro, mostraba el interior hueco e iluminado de forma sugestiva.
Como consecuencia de la contemplación del siniestro muñeco mi piel
se erizaba.
Siempre me dormía pensando en hacerlo
desaparecer.