
Decir que en parte ese momento te pertenecía, aunque no sirva de nada –en el fondo soy realista-, es cierto. No sé por qué, tal vez esta sensación nazca de alguna ficción.
Y creo que no es sólo esa pertenencia lo que me asombra, sino haber hallado el espacio y el tiempo extraviados en el dolor, ese lugar concreto que permite el resurgimiento de la esencia que jamás debe perderse, ese poder indómito de alegrarse ante lo simple y por eso mismo sorprendente: como la nostalgia mansa de un instante, provisto de la insoslayable magia del azar.
El rubor sobre la mesa de Bukowski -jugo de la vid y verso enloquecido-, templa la importancia de mi postura al atardecer, frente a una farola dispuesta a que el telón de la noche la descubra iluminando la redención de la ausencia. Porque en esa mesa, la del otro lado del cristal, se posó antaño el desamor y la huída. En cambio, hoy, mientras las nubes ataban y desataban juegos infantiles de lluvias y primaveras delirantes, en ese instante efímero, me encontré liviana, sonriendo al paisaje de la ciudad que vuelve a anclarme a la tierra…
Ahora, que ya es interior y noche, mantengo una conversación inaudible con el creciente instalado sobre mi ventana: habla del trajín de caricias que peregrinan hacia el plenilunio, modelando la silueta del amor y su enigma.
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