El sitio no era
muy grande, en ese pequeño espacio, bien acomodados, unas veinte
sillas y una pequeña tarima donde había una banqueta y un
micrófono. Un foco lanzaba haces de color dorado hacia la banqueta.
Arrimados al mostrador de madera dos chicos de edad indefinida
conversaban con el camarero, los tres llevaban el pelo un poco largo
y vestían despreocupadamente. Uno de ellos, el más aspaventoso,
lucía pantalones amplios de mil rayas y una camisa blanca de cuello
mao.
Había llegado pronto, en realidad me había tropezado
con una pizarra que indicaba una sesión de cuentacuentos. El trabajo
me había dejado exhausta, sentarme allí en una de las últimas
sillas, zona del bar penumbrosa, con una botella de cerveza,
disminuía mi cansancio. La barra estaba muy cerca con lo cual casi
podía oír la conversación de los tres chicos. Palabras sueltas a
las que no pude dar un significado pero me gustaba el tono de sus
voces.
Comenzó poco a poco a llegar gente, fueron sentándose
en las sillas de forma aleatoria. Hasta mí llegaron los efluvios de
una colonia cuya composición incluía el pachuli. Evidentemente esas
notas de pachuli correspondían al chico de los pantalones mil rayas.
La fragancia llegaba suave, como una pequeña ola que se deshace
sobre la arena. Al olfato, se sumó el sentido del oído: un murmullo
de gente conversando en voz muy baja. Comencé a sentirme bien y a
decirme que entrar allí había sido una gran idea. Siempre me había
gustado que me contaran historias.
Las sillas se habían
llenado por completo, la convocatoria había sido un éxito. A quién
no le gusta que le cuenten un cuento antes de irse a su casa? Llegar
con una historia en el corazón mutaba el día.
El chico que
estaba al otro lado de la barra, salió de allí se subió a la
tarima y cogió el micrófono. Presentó a Eduardo apodado el
"Hippie", el contador de cuentos. El título era Un viento
azul. El Hippie, con sus pantalones mil rayas, tomó asiento en el
taburete y comenzó a narrar la historia. Su voz era muy agradable. Y
yo me perdí junto con mi imaginación en lo que contaba, algunas
veces solamente a mí.
La gente aplaudió mucho y yo que
también aplaudí lamenté que terminara el cuento. Pagué mi cerveza
salí a la calle y encendí un cigarrillo, todo lo hice
automáticamente ya que mis sentidos habían quedado atrapados por la
trama del cuento.
Caminé hasta mi casa y mi último
pensamiento esa noche fue ir al rastrillo y comprarme unos pantalones
mil rayas. La colonia con pachuli había puesto una pincelada
nostálgica en mi conciencia.