lunes, 12 de julio de 2010

SIN DIARIO VI


En la terraza de la casa de Amanda en Madrid, la espera. Jorge estaría dando vueltas en busca de un aparcamiento. Y ese instante, paralizado en las yemas de los dedos palpando la espesura cálida de un verano, presentándose presente y volcándose en el regazo de la maternal remembranza. Tanto espacio de tiempo ondeando en una azotea, sobre la que reposan en su abandono los tacones del hoy, asomándose al hace tiempo de mocasines y libros. Escudo aferrado con los dos brazos, aún sin haber practicado el nudo de la emoción más intensa con el otro, aún en el acostumbrado lazo de los afectos paternales. Los brazos que esa noche descansan del sobrepeso de la responsabilidad y los contratiempos, acunando el pensamiento y el recuerdo más bello.


La situación empujaba a Amanda hacia el centro de lo olvidado dentro de la caja de música del latido. Esperanza de una posibilidad, pálpito sobre las trémulas luces de la ciudad reencontrada junto a su piel de otro tiempo.

Había llegado jadeante a la clase de matemáticas y se había perdido sobre los folios garabateados. El autobús y el perfil de él, aprisionado entre otros cuerpos ajenos, pasaba una y otra vez distrayendo la atención de Amanda que volvería a suspender la asignatura.

Por la noche la llamó Teresa. Le contó un millón de cosas de sus discusiones con su padre, de lo pesada que estaba su madre con el aspecto de su habitación, de la pelea que había tenido con Leo, de la falda que le había hecho su madre y cómo esa misma noche le subiría el dobladillo cuando todos se hubieran dormido.


Ella sólo le dijo, antes de despedirse, que tenían que verse al día siguiente, sin falta. Tenía que hablarle de algo muy importante. Teresa se burló. Le preguntó si quería que le volviera a prestar el disco de Tequila.



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