Caminaba cuesta abajo por la empinada calle, el sol caía en diagonal sobre mi cabeza. Iba por la acera soleada, por la otra una madre con sus dos hijas detrás, jugando y dando saltitos. La madre, cada cierto tiempo, miraba hacia atrás y les decía que fueran más deprisa.
La acera por la que bajaban se terminó, pues sólo llegaba hasta la iglesia y su plazoleta. Cruzaron hacia la acera por la que caminaba yo abstraída en mis pensamientos: las minúsculas botellitas verdes del aceite que me gusta y compraría en el supermercado, los cuadernos de una diseñadora a la que admiro y que hace años usaba para tomar notas, apuntes, ideas, versos...
La madre y las niñas me adelantaron. Una de ellas, con su mochila a la espalda, me pareció translúcida y me arrancó del ensimismamiento.
La miré y observé intentando descubrir el efecto óptico que me había causado la impresión de transparencia. La niña llevaba puesto un conjunto de mallas cortas y camiseta haciendo juego. Las prendas eran de color carne con pequeños dibujos que, desde la distancia y sin gafas, no distinguía. Pero el efecto era de transparencia.
Recordé que una escritora a la que admiro, había hecho un "manifiesto" en contra del color carne en su blog. Estoy de acuerdo con ella, me dije. Y adelanté a la niña transparente para cruzar la avenida.
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