El milagro se produce en mi cuarto. Al atardecer, cuando el sol comienza su crepuscular recorrido, sus rayos entran oblicuos por la ventana.
El encaje de las cortinas brilla y filtra los haces de luz que se posan sobre la estantería. Pule los lomos de los libros y destaca las fotografías.
Me gusta recostarme sobre la cama y contemplar el espectáculo en ese mínimo rincón donde reposan, además de libros y fotos, otros objetos que son cúmulo de recuerdos.
Miro con detenimiento el osito de peluche amarillo que cuelga sobre una foto de mi hija, un regalo que me hizo ella hace muchísimos años. Era adorno del paquete en el que venía envuelto el libro.
Brilla, también, el minúsculo cenicero de cerámica que me trajo una amiga de Ibiza, cuando todavía fumaba.
El tintero de porcelana reluce y se hace más intenso su color turquesa con un elefante blanco y unas flores amarillas. Otro obsequio de una amiga. Es hermoso. No es útil, pero el conjunto con su tapón dorado estimula mi imaginación.
Poco a poco la luz se va retirando, después de cumplir con su objetivo: adornar, reflejándose sobre los objetos de mi estantería. Mientras el fenómeno solar acapara mi atención, se ponen en marcha los recuerdos de miel y palabras.
El sol apenas acarició el trofeo y la imagen de una Virgen. En la penumbra hay más libros y más secretos.
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