El
reloj de péndulo que les había regalado la abuela, marcó la una de
la madrugada con su clásico sonido de campanada. Después de esa
constatación, recordó relatos de terror que había leído cuando
era niña, en los que hablaban de relojes similares. Bajó las
escaleras sin encender la lámpara, la luz de la cocina estaba
encendida y se oía trajín en ella. La puerta abierta dejaba llegar
cierta claridad. Desde el umbral del baño vio la silueta de su
hermano cocinando. Lo hacía, elaboraba comida cuando estaba
inquieto, cosa bastante frecuente en él.
Tenía
miedo desde lo ocurrido el año pasado. Le había quedado una ligera
cojera, a la que se había acostumbrado, lo que le preocupaba era que
se repitiera el episodio. Un ictus leve hizo tambalear su vida. Se
fue recuperando, el médico le había pronosticado una vida larga con
los cuidados y precauciones adecuados. También le había dicho que
la cojera disminuiría prácticamente de forma definitiva. Andrés se
cuidaba cocinando platos vegetarianos. Ella, Laura, se había
adaptado a su dieta.
Laura
entró en el baño sin que Andrés se diera cuenta. Se apreciaban
minúsculas gotitas de sudor en su frente, la pesadilla había
regresado, había tardado dos meses en hacerlo. Lavó su cara con
agua fría y sintió alivio. Decidió tomarse una infusión
haciéndole compañía a su hermano. Al salir del baño, Andrés, la
oyó. Se asomó a la puerta de la cocina y le preguntó si se
encontraba bien. Laura le contestó que sí, que solo había tenido
un mal sueño. Voy a tomarme una infusión y te hago compañía, le
comentó. Cuando se dio vuelta para cerrar la puerta de la cocina lo
vio al pie de la escalera. Era ese niño otra vez.
No
podía hablarle de eso a su hermano, qué pensaría de ella. La
presencia no la asustaba, al contrario, le producía alivio. El niño
que sucumbia en su pesadilla, renacía en las sombras. Y a ella esto
la reconfortaba.
En
la pesadilla, Laura, vagaba por los pasillos de un edificio
abandonado y sucio. Un niño caminaba a su lado y ella parecía
conocerle. Subían en el ascensor, que curiosamente funcionaba, hasta
la última planta. Allí ella salía del ascensor y el niño se
quedaba dentro. Las puertas se cerraban y el ascensor caía en
picado. Su desesperación no tenía límites. Suponía que el niño
moría dentro del ascensor ante su impotencia. Buscaba las escaleras
y bajaba corriendo, cuando alcanzaba la segunda planta se despertaba
con una infinita angustia.
Aquel
niño la miraba desde las sombras como si necesitara comunicarse con
ella. Pensaba esto mientras se preparaba la infusión y Andrés le
hablaba de los platos que había preparado.
Ella
no sabía exactamente de dónde o por qué había surgido la
pesadilla. No era el espíritu de alguien que ella conociera, aunque
tal vez podía ser el de alguien lejano. En cualquier caso aquel niño
a pesar de ser fruto de un sueño era un fantasma.
Finalmente
le contó a Andrés su pesadilla, eludiendo decirle que veía
al niño en las sombras al despertarse.
Después
de aquella noche la pesadilla desapareció. Pero ahora estaba segura
de que el niño necesitaba comunicarse con ella porque, aunque la
pesadilla ya no existía, el niño seguía mirándola desde las
sombras. Su amiga Malena le aconsejó que consultara con una médium
o en su defecto con un sacerdote especializado. Malena le habló
también de su anterior relación con la iglesia católica, Laura
había sido creyente. Tal vez puedas solucionarlo tú misma, le dijo,
si te acercas a una iglesia y rezas quizás el niño se vaya. Habían
pasado seis meses desde la última pesadilla, pero el niño seguía
manifestándose con cierta regularidad.
Reflexionó
varios días sobre lo que le había dicho Malena. Imaginaba que de
alguna manera ella funcionaba como un canal para el niño, lo más
probable era que el niño buscara una salida y alguien que le ayudara
a encontrarla. La opción de pasar por una iglesia le parecía la más
adecuada, consultar con una medium era algo muy distante y
desconocido para ella, le provocaba desasosiego. Intentar resolverlo
en su propia intimidad, esgrimiendo sus precarias armas: unas,
aparentemente, insignificantes plegarias.
Durante
un mes acudió a una iglesia del centro de la ciudad cada semana y
allí rezó y allí se despidió del niño, que la esperó
escondido en la sombra de una columna. Su imagen ascendió y se
difuminó en el aire. Nunca sabría por qué aquel niño se había
acercado a ella, pero siguió orando y a veces cuando pasaba por una
iglesia lo recordaba y entraba.
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