Con las bolsas llenas entro en la cocina, meto los alimentos en la nevera y, sin terminar de colocar la compra, me voy. Abro la puerta con un ademán de rabia, como si King Kong hubiera venido a verme directamente desde la isla Calavera. "Ya está bien", me digo, "me voy al spa".
A esa hora no hay nadie, me meto en el agua de ideal temperatura, olfateo para colmarme de ese aroma que planea en el aire y escucho los sonidos relajantes. Esta soledad adquirida me lleva lejos de las obligaciones domésticas. El color melocotón de las paredes, me recuerda al paisaje desértico de Zagora en Marruecos. Era joven. Fui con mi amiga Ángela y nos sentíamos sumamente relajadas. Respiro hondo como si quisiera agotar el aire de la sala. Recuerdo la jaima orientada al oeste, desde donde vivimos uno de los atardeceres más hermosos. La mañana siguiente amaneció sobre los lomos de los camellos descansando. Tomé un café observándolos antes de iniciar el regreso.
El dibujo de la pared, abstracto, me traslada al paisaje urbano de la capital, siempre visitada y alborotada. El estrés ponzoñoso como ahora. Sólo tengo estos instantes aromáticos y debo trazar un plan que me permita vivir relajada, en paz. Y soñar que me elevo por encima de responsabilidades y contratiempos.
Me cuesta volver a casa, pero estoy dispuesta a cambiar las cosas. Una de ellas: iré más a menudo al spa.
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