De pronto los viandantes la
amenazaban con una mirada torva... Sólo eran las 8 de la noche, la oscuridad ya
había hecho que la ciudad se desdibujara y las farolas no alumbraban demasiado.
Cruzó a la otra acera, la parada del autobús estaba a unos cien metros. La
gente en la calle parecía enfadada, como si fueran a cometer algún delito en
cualquier momento. La miraban de arriba abajo. No había luces en las ventanas.
Sentía que aquella ciudad se había convertido en un lugar peligroso. Por qué
había ido allí? Era una pregunta que no necesitaba una respuesta inmediata, el
temor que sentía lo ocupaba todo. Tal vez en casa o en el trayecto del autobús.
Daba largas zancadas a paso ligero. Llevaba unas cómodas zapatillas deportivas
para andar el camino. Sintió dolor en la mandíbula, comprendió que estaba
apretando los dientes. Alguien caminaba detrás de ella. Quería mirar pero el
miedo le atenazaba los músculos del cuello. Se sentía fatigada y respiraba
dificultosamente. Miraba al suelo tratando de evitar un tropiezo, parar en ese
punto sería terrible. Los pasos detrás de ella estaban a punto de alcanzarla.
Eran pasos anónimos y por eso intimidatorios. Le sudaban las manos y gotas muy
pequeñas se repartían a lo largo de su columna vertebral.
Fiebre. La invadía un calor incómodo aunque el sudor era frío, se sentía mal y
le parecía que la parada se alejaba. Cada vez le costaba más seguir caminando,
los pasos seguían ahí, detrás de su miedo. Tengo que mirar, se dijo. Y lo vio.
Un hombre y un misterio. Su imaginación comenzó a volar. Lo conocía. Mejor dicho
sabía quién era. Vivía en el décimo piso. Hacía dos años que su mujer se había
tirado por la ventana. Ella nunca lo entendió, hay que decir que normalmente
los suicidios no se entienden. Pero había algo que la hacía sospechar. Todo lo
que sabía de la mujer estaba muy lejos de llevar a pensar que ella decidiera su
muerte.
El hombre le preguntó si tenía prisa, ella sin darse cuenta seguía caminando
rápido. Pensaba qué haría cuando tuviera que atravesar el descampado que había
entre la parada y su casa. Estaba nerviosa, lo saludó y le temblaba la voz.
Tener que cruzar el baldío en compañía de aquel hombre la aterraba. Por fin le
dijo que no, que no tenía prisa, que caminaba rápido para hacer ejercicio. Se
dio cuenta que no sonaba convincente, aunque ya habían llegado a la parada del
autobús. Tres personas esperaban. Pedro, el vecino del décimo, comenzó a
hablarle de las reuniones vecinales. Ella no le oía, seguía pensando temerosa
en el descampado.
Subió al autobús desentendiéndose completamente de su vecino y buscó un
asiento. El hombre del décimo piso tuvo que quedarse de pie y así terminó el
monólogo que mantenía. Ella, decidida a esquivarlo, obvió lo que él
pensara de ella. Le tenía miedo y punto. Preparó una excusa para no tener que
cruzar el terreno baldío con él. Lo miró y le descubrió un gesto torcido. Eran
las ocho y cuarto todavía podía comprar pan y esa sería su excusa.
Esa noche tuvo pesadillas, se despertó sudorosa varias veces en la noche. La
casa ya era antigua, apenas tenía contacto con los vecinos, pero sabía que
todos habían rumoreado cuando la vecina del décimo se tiró por la ventana.
Hacía mucho que pensaba en marcharse. Y esa noche decidió poner su idea en
práctica. Se mudó a otro barrio y nunca más coincidió con Pedro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario