miércoles, 31 de julio de 2024

VIVIR MÁS


La mayoría de la gente quiere vivir para siempre, no aceptan la vejez ni la enfermedad. Si no existiera la muerte cómo podríamos imaginar el mundo: quizás un estercolero donde las multitudes se pelean por los pocos recursos que quedan debido al exceso de población? Puede ser una opción, algunos ya la barajaron en novelas, en  cine... Buscan y descubren adivinos, quirománticos, brujos y brujas, médiums y todo tipo de seres que puedan ayudarles a lograr una oportunidad de alargar su vida.

Flora tenía ganas de llorar, pero no le caía una lágrima, frente a ella el ataúd. Sola, ante el privilegio de la muerte. A ella le gustaría morir. Ese era ahora su escenario. Una despedida que había comenzado hacía cinco años y terminaba al fin en ese invierno. Metió las manos en los bolsillos, tenía las manos heladas, pero no encontró consuelo. Ni siquiera una lágrima. Su padre no había sido bueno, en realidad la había maltratado siempre. A lo mejor ahora que ya no estaba, el deseo de morir se iba también.

Cuidarlo había sido un infierno. Fátima, una chica que contrataron, le ayudó a pasar por esa esclavitud. Para Fátima no era el primer viejo que conocía tan repelente como su padre. En esos años Flora se había quedado muy sola. No tenía hermanos, así pues toda la carga caía sobre sus hombros. Había cumplido los sesenta años escuchándole a su padre decir que era una inútil, que no pasaba de ser una solterona amargada, viéndole hacer volar el plato de la comida cuando esta no era de su agrado... Y un largo etcétera que no merece la pena enumerar.

Y ahí estaba, esperando a que viniera su tío Luis, el único hermano vivo de su padre. No tenía amigos.

En el tanatorio le habían preguntado si quería el ataúd abierto o cerrado. Ella había contestado: cerrado, cerrado. Agitada, como si temiera que su padre pudiera levantarse.

Su madre había muerto cuando ella tenía veinte años. Antes de su muerte el infierno lo vivían las dos, después solo quedó ella para toda la furia que cabía dentro de ese animal. Solo tenía una amiga, la única que le dio consuelo y no dejó de demostrarle cariño a pesar de que su padre la había echado de la casa, gritándole que no hacía más que llenarle la cabeza de tonterías. Si no fuera por su existencia, Flora, se habría vuelto loca.

Y en ese momento estaba ahí, esperando como agua de mayo a que viniera su amiga Elisa. Si venía o no venía su tío Luis le era absolutamente indiferente. En cambio la presencia de Elisa resultaba imprescindible para ella. Luis nunca la ayudó, venía de tarde en tarde a hacerle una visita al padre y el padre le metió en la cabeza que le buscara una curandera. Luis le trajo una. La curandera cuando vio al padre le preguntó qué edad tenía. Cuando le dijo que tenía 92 años, le vendió como amuleto un ojo turco. A Flora en un aparte le dijo: su padre lo que tiene es vejez y no demasiado mala por lo que veo, en estos casos hay que esperar la evolución lógica de la vida. El amuleto le ayudará a no tener procesos dolorosos, añadió. Y se marchó.

El padre, un día, a gritos, ante una pequeña queja de ella por haber tirado la comida contra la pared, le dijo: me vas a tener que aguantar hasta los 104 o 105 años. No pienso dejarte sola antes, para que hagas lo que te dé la gana con la casa, gritó también.

El ojo turco funcionó bastante bien, no le alargó la vida pero apenas tuvo dolor. También tuvo una muerte dulce, sencillamente no se despertó. Le faltaban dos meses para cumplir los noventa y tres años.

Allí estaban en ese instante. El padre encerrado en un ataúd, por fin en silencio, mientras ella pensaba qué haría con su vida, ahora que de verdad era suya.





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