sábado, 12 de octubre de 2024

UNA DE LAS DOS PATALETAS



Pasillo, sala y cocina. Los hechos se desarrollaron en esos tres lugares. Tenías en torno a los tres años, no lo recuerdo exactamente. En la casa solo tú y yo y nuestras respectivas imaginaciones siempre en danza.


Estábamos en la sala, justo al lado de la cocina, jugabas en el suelo rodeada de juguetes. Te gustaba jugar con niñas y niños también, no obstante poseías suficiente fantasía como para jugar largo rato sola. Y eso hacías, mientras yo leía sentada en una de las sillas de la mesa camilla. Creo que las madres adquirimos en el parto un sentido extraordinario que nos permite concentrarnos en una tarea y al mismo tiempo estar vigilando los juegos de los hijos.

De pronto se te ocurrió pedir algo, era algo que no podía ser en ese momento, y era algo poco importante porque no lo recuerdo. Insististe. Te expliqué por qué no era posible en ese instante. Volviste a insistir. De nuevo te expliqué por qué  no podía ser. Te tiraste boca abajo en el suelo llorando y pataleando. Intenté calmarte sin resultado. Entonces cogí mi libro y me fui a la cocina, me senté a la mesa frente al pasillo, desde donde oía perfectamente tus patadas en el suelo y tu llanto. Pasaron unos minutos y entonces te levantaste del suelo y viniste al pasillo frente a la cocina, te tiraste en el suelo y seguiste con la pataleta. Yo seguí leyendo. 

El volumen de tu llanto se elevaba cada vez más, pero era más bien un llanto seco. Se me ocurrió cerrar la puerta de la cocina para dejarte aislada en el pasillo con tu rabieta. Pasaron unos minutos, te levantaste y abriste la puerta de la cocina. Seguidamente te volviste a tirar en el suelo e iniciaste el llanto de nuevo, amenizado por las patadas en el suelo. Retuve un amago de risa.

Comprendí la situación, me levanté fui hasta donde estabas, muy cerca de la puerta de la cocina, y comencé a dar órdenes de finalizar semejante pataleta. Creo que te amenacé con algún castigo. Mi tono de voz era firme y bastante alto. Empezaste a reaccionar y poco a poco cedió el llanto. Dejaste de patear el suelo. Te pedí que te levantaras y obedeciste. Al poco rato estabas jugando tranquilamente otra vez. Y yo volví a mi lectura junto a la mesa camilla.

Ese día aprendimos las dos. Tú, a recibir un no por respuesta. Yo, a armarme de paciencia.




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