La
mayoría de la gente quiere vivir para siempre, no aceptan la vejez
ni la enfermedad. Si no existiera la muerte cómo podríamos imaginar
el mundo: quizás un estercolero donde las multitudes se pelean por
los pocos recursos que quedan debido al exceso de población? Puede
ser una opción, algunos ya la barajaron en novelas, en cine...
Buscan y descubren adivinos, quirománticos, brujos y brujas, médiums
y todo tipo de seres que puedan ayudarles a lograr una oportunidad de
alargar su vida.
Flora
tenía ganas de llorar, pero no le caía una lágrima, frente a ella
el ataúd. Sola, ante el privilegio de la muerte. A ella le gustaría
morir. Ese era ahora su escenario. Una despedida que había comenzado
hacía cinco años y terminaba al fin en ese invierno. Metió las
manos en los bolsillos, tenía las manos heladas, pero no encontró
consuelo. Ni siquiera una lágrima. Su padre no había sido bueno, en
realidad la había maltratado siempre. A lo mejor ahora que ya no
estaba, el deseo de morir se iba también.
Cuidarlo había
sido un infierno. Fátima, una chica que contrataron, le ayudó a
pasar por esa esclavitud. Para Fátima no era el primer viejo que
conocía tan repelente como su padre. En esos años Flora se había
quedado muy sola. No tenía hermanos, así pues toda la carga caía
sobre sus hombros. Había cumplido los sesenta años escuchándole a
su padre decir que era una inútil, que no pasaba de ser una
solterona amargada, viéndole hacer volar el plato de la comida
cuando esta no era de su agrado... Y un largo etcétera que no merece
la pena enumerar.
Y ahí estaba, esperando a que viniera su
tío Luis, el único hermano vivo de su padre. No tenía amigos.
En
el tanatorio le habían preguntado si quería el ataúd abierto o
cerrado. Ella había contestado: cerrado, cerrado. Agitada, como si
temiera que su padre pudiera levantarse.
Su madre había
muerto cuando ella tenía veinte años. Antes de su muerte el
infierno lo vivían las dos, después solo quedó ella para toda la
furia que cabía dentro de ese animal. Solo tenía una amiga, la
única que le dio consuelo y no dejó de demostrarle cariño a pesar
de que su padre la había echado de la casa, gritándole que no hacía
más que llenarle la cabeza de tonterías. Si no fuera por su
existencia, Flora, se habría vuelto loca.
Y en ese momento
estaba ahí, esperando como agua de mayo a que viniera su amiga
Elisa. Si venía o no venía su tío Luis le era absolutamente
indiferente. En cambio la presencia de Elisa resultaba imprescindible
para ella. Luis nunca la ayudó, venía de tarde en tarde a hacerle
una visita al padre y el padre le metió en la cabeza que le buscara
una curandera. Luis le trajo una. La curandera cuando vio al padre le
preguntó qué edad tenía. Cuando le dijo que tenía 92 años, le
vendió como amuleto un ojo turco. A Flora en un aparte le dijo: su
padre lo que tiene es vejez y no demasiado mala por lo que veo, en
estos casos hay que esperar la evolución lógica de la vida. El
amuleto le ayudará a no tener procesos dolorosos, añadió. Y se
marchó.
El padre, un día, a gritos, ante una pequeña queja
de ella por haber tirado la comida contra la pared, le dijo: me vas a
tener que aguantar hasta los 104 o 105 años. No pienso dejarte sola
antes, para que hagas lo que te dé la gana con la casa, gritó
también.
El ojo turco funcionó bastante bien, no le alargó
la vida pero apenas tuvo dolor. También tuvo una muerte dulce,
sencillamente no se despertó. Le faltaban dos meses para cumplir los
noventa y tres años.
Allí estaban en ese instante. El padre
encerrado en un ataúd, por fin en silencio, mientras ella pensaba
qué haría con su vida, ahora que de verdad era suya.