Saber por donde empezar y no perder el paso, ésa es la cuestión, mi querido Hamlet. Pero hoy las direcciones prohibidas, impresas en esas piruletas de hojalata que salpican las calles, quedaron ocultas y, en la confusión de la multitud, recordé el nombre de un perfume, burlando la amenaza de tormenta real. Luego, sólo fue lluvia que dejó su impronta de barniz etéreo sobre las calles, como el consuelo que deshace la mirada turbia del amante. Y allí, apostada tras el cristal, derramé la añeja soledad vespertina, contemplando la indecisión del cielo y el gentío entusiasta. Deshice un hechizo maligno, cuyo tormento espesaba el aire y acudí de nuevo a la cita conmigo misma, a recuperarme de los pliegues en los que anidaba la mudez de la noche, a revolverle las horas a la tiranía de no ser, a hacer girar como un loco ese segundero de la prisa imponiendo su regreso carcelario y a tomarme tiempo con el cuerpo de la imaginación que te visita. Miré abajo, desde la altura prudencial del sitio, y quise a ese cuadro de seres deambulando.
Decir que en parte ese momento te pertenecía, aunque no sirva de nada –en el fondo soy realista-, es cierto. No sé por qué, tal vez esta sensación nazca de alguna ficción.
Y creo que no es sólo esa pertenencia lo que me asombra, sino haber hallado el espacio y el tiempo extraviados en el dolor, ese lugar concreto que permite el resurgimiento de la esencia que jamás debe perderse, ese poder indómito de alegrarse ante lo simple y por eso mismo sorprendente: como la nostalgia mansa de un instante, provisto de la insoslayable magia del azar.
El rubor sobre la mesa de Bukowski -jugo de la vid y verso enloquecido-, templa la importancia de mi postura al atardecer, frente a una farola dispuesta a que el telón de la noche la descubra iluminando la redención de la ausencia. Porque en esa mesa, la del otro lado del cristal, se posó antaño el desamor y la huída. En cambio, hoy, mientras las nubes ataban y desataban juegos infantiles de lluvias y primaveras delirantes, en ese instante efímero, me encontré liviana, sonriendo al paisaje de la ciudad que vuelve a anclarme a la tierra…
Ahora, que ya es interior y noche, mantengo una conversación inaudible con el creciente instalado sobre mi ventana: habla del trajín de caricias que peregrinan hacia el plenilunio, modelando la silueta del amor y su enigma.
martes, 5 de mayo de 2009
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