domingo, 29 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXXII

A la escala de sombra acude el sonido del cristal quebrándose. Las gotas de lluvia instaladas allí, como si formaran parte de la textura del vidrio. Y el oleaje repentino levantando enaguas blancas y tendiéndolas sobre las rocas. Todas las páginas blancas y todas las noches de puño y letra. Un sol flaco, lamiendo sin fuerza el pavimento. Una, dos, tres. Y de nuevo una, dos, tres. El nudo. La garganta, desfiladero de voz interrumpida. Los pies torpes, el falso equilibrio rodeando la playa y otra vez una, dos, tres. Sin continuidad. Tan herida la curva del paseo, tras los oscuros cristales insignia.



La consigna era pensar, y su tiempo, un tiempo destituido.

Amanda mete la ropa de segunda mano y la peluca en una bolsa de basura negra. Ata la bolsa, coge las llaves del coche alquilado y sale de la casa. Al cerrar la puerta, comprende que todo es distinto.

Tira la bolsa en un contenedor de camino hacia el coche.

Vuelve a sentir esa sacudida interior, que no pudo atender cuando se dirigía al aeropuerto, en el momento de ponerse sus gafas. Y sale del aparcamiento intentando oír el susurro apenas audible de ese llamado.

El tráfico es denso. No tiene excusa con que evadirse. Detenida en un semáforo, repite el gesto de las gafas mirándose en el espejo retrovisor.

Regresa el llanto. Regresa y la expulsa a la orilla opuesta del engaño. Sismo. Cuando la luz verde pone en marcha la procesión metálica, decide apartarse y buscar un sitio donde parar un rato.

"Querido diario: Vampi también me quiere".

¿Quiere a Alberto? Lo quiere. Aunque tal vez no lo haya mirado nunca como Alberto miraba a la chica que estaba con él. Y busca otra mirada desalojada.

Está tan confusa. Esa confusión es lo que la devuelve continuamente al llanto. Mira, sin remedio, lo que no había visto hasta esa mañana y comienza a entender. Duele. Duele, haberse estafado de esa forma.

Pero comenzar a saberse es comenzar. Decide afrontar las urgentes responsabilidades, entre las cuales está su hijo, y aferrar ese hilo verdadero en cuanto pueda permitírselo.

Espera unos minutos más, distrayendo la mirada entre las personas que caminan por la calle, los locales comerciales y bares y, más tranquila, reanuda la marcha.

Devuelve el coche, paga en efectivo y coge un taxi hasta su casa. Allí coge su coche y conduce hacia la casa de sus suegros. La esperan para comer.



 
 

jueves, 26 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXXI



Amanda es pelirroja y cuando entró en el servicio del aeropuerto, se hubiese bautizado con un nombre exótico, seguido de un número, como en las películas de espionaje. Se ha situado en un lugar desde el que divisa la entrada sin ser vista. Fuma. Mira el reloj.

En el espejo se ha visto y no se ha reconocido. Aunque la misma sensación extraña que acompaña a todo su plan, le puede estar jugando una mala pasada. Quizá no se reconozca en la acción y esto la induzca a no reconocer su aspecto físico.

Por los pasillos aumenta el volumen de gente, los tamaños de las maletas y sus variados colores. Fragmentos de frases, al pasar, en diferentes idiomas.

Ve a su marido bajando de un taxi en la puerta. No cierra de inmediato. Su cartera con el portátil, piensa, la ha dejado en el asiento y tiene que recogerla.

Una pierna larga asoma... Por encima, sobre las dos piernas ya, la chica rubia, joven, impecablemente vestida, muy guapa. Sonrisas.

Alberto entra en el aeropuerto con su "informe" cogido de la cintura y un rostro que no le había visto.

Está enamorado, pensó. Y sin miedo a derramar su propia sangre sobre el suelo, sigue observando, en busca de un convencimiento total y necesario.

Los pierde de vista, sin explicarse aún la capacidad de su marido para mantener un simulacro de normalidad, mientras, ha sido testigo de ello, en su pensamiento hay otra mujer.

Camina despacio hacia el parking. Entra en el coche con una edad inadecuada, una edad sin llanto propio. Y sin embargo llora. Es, por supuesto, el llanto de la derrota, pero también es un llanto sin reproche y no sabe por qué... No sabe por qué ha huido la rabia que debería sentir. Es la estafa lo que impulsa el llanto.

Seca sus lágrimas y sale del parking. No tiene tiempo de analizar lo que le está sucediendo. Supone que es así cómo ha ido ocurriendo sin percibirlo, el tiempo y sus obligaciones, aplicando capas sucesivas de maquillaje que no se borran nunca del todo.

Conduce hasta su casa con el cansancio de una jornada cargada de trabajo. Imagina lo que está viviendo su marido con esa chica que le devuelve una ilusión renovada y siente envidia. De alguna forma, sin tomar plena conciencia de ello, le gustaría estar en el lugar de él y emocionarse. Sonreír como le vio sonreír a él, mirando a alguien. Piensa así y se sabe perdedora.

Envidia también la rabia, la furiosa reacción que la hubiera hecho, primero, bajar de la habitación del hotel con la caja y el bolígrafo de su amor clandestino en la mano. Y, segundo, quisiera que el dolor la hubiese disparado hacia la puerta y hacia la pareja entrando, haberse encarado con la traición en ese mismo instante.

Pero necesita tiempo para pensar.


Rojos, los zapatos sobre el enlosado gris salpicado de charcos lunares y la barandilla trazando una escala de sombra.
 

miércoles, 25 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXX


En una cripta de espuma, estampadas las almas. Algo se deshoja desde la cabalgadura blanca y prende sus semillas en peldaños descendentes. La visión sube el volúmen de los gritos sometidos.


Y ese tal vez, vertido como leve soplo en el cuello de la madrugada desvelada, empeña toda su herencia en las borrosas notas sobre servilletas de papel. Un sí y un no, o quizás dos.

Luego ascienden aliento y beso perdido, remontan la recta perfilada en la lejanía y retornan a sus piruetas sobre la barandilla.

A la oscuridad se une el engarce atónito de pensamientos.

El código irrespetuoso en las cuadrículas de la torpe grafía. El vaho. El vaso roto y el borde sanguinolento.

De la altura, a veces, se descuelgan los desvencijados otoños desprovistos de ramas donde albergar trinos. En cambio, metal triste y mensajes mudos.

Si al final del último trago le puso el estío una sonrisa y el olvido de las cicatrices, viene con su espanto la lágrima congelada en su minúscula caja de nácar.

Cuánto círculo concéntrico. Cuánta espiral en el humo.

A los cerrojos, ataduras de metáforas y un firme silencio caminante de arterias hartas de voces engañosas.

En ese espacio, sin embargo, todo está abierto. Si el vuelo está varado es a causa de la inversión de los relojes. El tic tac inaudible en los dígitos. La cuenta atrás remembranza y esos muelles atestados de mercadería abandonada.

Simplemente una excusa y ya se han vestido las cumbres de nieve, en un mientras tanto prolongado. Como las macetas que sólo guardan raíces secas en el interior de tierra abrasada.

Nudillos que nunca golpearon en la puerta acertada, encienden sus lámparas de medianoche y buscan en el cofre de las alianzas rotas su sortilegio. La palabra tan sencilla, la desnudez de una hoja. Almanaques siempre, hoy inútiles artilugios, ábacos de los días desiertos y cortinajes espesos.

Tanto suelo bajo la bóveda sin esperanza de ser recorrido.

Porque el sentido y la dirección es única, las oraciones usan sus máscaras, como aguardan los posos de café su lectura.

Es, sobre la explanada elevada, un despropósito tan distino y tan alejado de las coordenadas del mundo al otro lado. Un despropósito, posiblemente, sin propósito alguno salvo la verdadera vida.

Así, sin imágenes esclarecedoras que alcen la estirpe de otras palabras huérfanas, la azotea toma forma y acoge con extraño lenguaje de penumbras y reflejos el significado de toda espera.
 


domingo, 22 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXIX


El vuelo de Alberto salía a las 10h. El día anterior, Amanda, compró una peluca, algunas prendas de ropa en una tienda de segunda mano y alquiló un coche.

El viaje a Londres era cierto, existía el billete, lo había comprobado.

Alberto salió a las 6:30h de la casa, tenía que recoger un informe en su despacho antes de ir al aeropuerto. Amanda tenía apuntados los datos del vuelo. Salió de su casa a las 8h. Irreconocible. Había dejado el coche de alquiler detrás del edificio, en la calle paralela.

Una vez dentro del coche, se miró en el espejo retrovisor y se colocó las gafas de sol. En ese instante sintió una especie de sacudida interior, un reclamo codificado que no podía atender. Introdujo la llave en el contacto y arrancó.

Llegó al aeropuerto con antelación suficiente como para contemplar, a través de los cristales, los aterrizajes y despegues. Pensó en viajes de recreo y viajes obligatorios. En extensos trayectos y trayectos cortos. En los lugares conocidos y en tantos lugares desconocidos. En la magia de esos aparatos elevándose y burlando la gravedad. En adioses y bienvenidas. En la alegría de algunas partidas y en la tristeza de otras. En la expectativa y en la decepción. En las distancias reales y en las distancias intangibles. En las huidas. En los reencuentros.

Después paseó por los pasillos del aeropuerto, observando a los viajeros y sus equipajes. Elucubró sobre recorridos más o menos largos en proporción al tamaño de las maletas.

Entró en una de las cafeterías, tomó un café y fumó un par de cigarrillos. No sabía con exactitud si su nerviosismo se debía a lo que podría descubrir o a la acción que estaba llevando a cabo. Nunca se había imaginado disfrazada, espiando a su marido. Su razón, evitar acusaciones y mentiras defensivas, no la salvaban del siguiente paso. Si finalmente estuviese en lo cierto, si Alberto tuviese una amante, qué haría. Hasta ese momento no se había planteado las consecuencias de tener entre sus manos la verdad.

Por la tarde había quedado en recoger al niño en casa de los abuelos, el día anterior no había querido volver y los abuelos insistieron en que lo dejara hasta el día siguiente. Y era el día siguiente. El niño la hacía dar un salto hacia lo aparentemente estable y la obligaba a postergar la cuestión sobre esa posible verdad, que descubriría o no, esa mañana.

Salió de la cafetería y se dirigió hacia la salida de los vuelos a Londres.




Lo que aparece en el rostro de la mujer de la azotea es una sonrisa. Un gesto comprensivo con el tiempo que se ha ido. Una disculpa a sus errores y a los de quienes compartieron su vida.

Más liviana, respira el aire tibio desde una nueva línea de salida.
 



sábado, 21 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXVIII


Amanda sirve otro sorbo de cava y lo bebe con lentitud. Mira hacia su izquierda y descubre dos siluetas en una ventana iluminada, se besan abrazados.

La niña regresa. Le tiemblan las manos abriendo su diario y sólo escribe "querido diario, ha ocurrido algo extraordinario, pero estoy tan nerviosa que no puedo contarlo".

Termina el cava servido y contempla la mañana. No llovía, las gafas de sol lograban al fin la justificación que no habían tenido. La adolescencia sube al autobús, como se sube por primera vez a la atracción más vertiginosa del parque.

El final del vehículo es el nuevo horizonte y ese día cambia de aspecto. El amor no se ha sentado en el lugar en que se busca. Y de pronto el aliento y un murmullo de caracolas vacías dicen estoy aquí. Y "aquí" es el calor junto al rostro. Segundos partiendo hacia un destino desconocido, intensos, en tanto la piel toma la delantera y circula sobre alambres candentes.

El amor está de pie, detrás del temor y el anhelo, esperando la respuesta de sus ojos. Y el giro es una claudicación sin reparos en la expresión de la mirada. Siguen así, estáticas marionetas de la emoción que les embarga.

Primer movimiento. Las manos se atrapan y entre ellas el intangible signo.

Las paradas se han sucedido y en ellos nada se detiene. Un tirón al unísono o una iniciativa compartida les empuja a atravesar la puerta y bajan juntos, sin rumbo. Caminan por una ciudad en la que nunca habían vivido. Todo ha cambiado, incluso los nombres de ellos, los de las calles, y los objetos se nominan también de otra forma.

Se hablan. Se ríen. A veces las palabras les atropellan sin sentido y callan.

Vamos por aquí.

Y encuentran una plaza, un banco, una fuente y muy poca gente. ¿Nos sentamos un rato?

Pero no se sientan aún. Se entreveran uno en el otro.

El sabor de toda la vida es una mañana de sol en una plaza casi desierta.




viernes, 20 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXVII



El horizonte no trae a Amanda de ese laberinto desplegado ante ella. El avión pasa y regresa a la niña.

La ve ahora con una ternura inusitada, declara su inocencia, confirmada en la manera de vivir aquel dolor. Un veloz examen de otros dolores sufridos, la forma en que los afrontó y la toma de conciencia de la actitud de la niña derrumbada, le causan admiración.



Alberto y ella bajan las escalerillas con el mismo distanciamiento surgido durante el vuelo, o quizás antes, durante toda la estancia en Barcelona. Desde cuándo, vuelve a interrogarse Amanda, existía esa separación imperceptible, escondida en las acciones cotidianas.

Entran en casa, dejan las maletas, piden algo de cena por teléfono y se duchan. Nada en sus actos desmiente la armonía de la pareja y sin embargo la sospecha de Amanda es real y si ésta tiene fundamento también Alberto simula una normalidad que no existe.

Al tiempo que llaman al telefonillo, suena el móvil de Alberto. Amanda atiende al mensajero que trae la cena y Alberto sale a la terraza atendiendo la llamada. Ella va a la cocina y prepara la mesa en el comedor, después trae la cena y la pone sobre la mesa. No oye nada de la conversación que está manteniendo su marido. A pesar de haber dejado la puerta abierta, habla en voz muy baja.

Ella le observa disimuladamente, él no cambia en nada su compostura. Le anuncia que pasado mañana saldrá de viaje, a Londres. Ella no pregunta, los viajes son habituales en el trabajo de Alberto.

Cenan y conversan. Comentan algunos detalles de su viaje a Barcelona. En las pausas de la charla, ella trama un plan.

Por alguna razón indescifrable todavía, Amanda, no es traspasada por el dolor de la amenaza, de la posible pérdida. Siente ofuscación, siente la traición. Quizá su misma reacción la lleva a averiguar por ella misma, lo real de su sospecha. Algo le dice que ese viaje imprevisto, han surgido otros, infrecuentes, Alberto es un hombre metódico, organizado hasta el extremo y odia los imprevistos. En general, sabe con anticipación de una semana aproximadamente a dónde irá y por qué irá. Esta cualidad de su marido le produce cierta duda sobre su sospecha, la necesidad de prevenir cualquier eventualidad, ha provocado numerosas discusiones entre ellos. Amanda detesta a veces la inflexibilidad que eso supone. Le exaspera el control que ejerce Alberto sobre cada paso, cada decisión, cada mínimo acto.

Y en la hipótesis de que lo intuido, desde que encontró el bolígrafo con esa dedicatoria, sea cierto, vuelve a mirarle como a un hombre tal vez desconocido para ella.



jueves, 19 de agosto de 2010

SIN DIARIO Y CON DIARIO XXVI




Frente a la barandilla de la azotea ya no están los edificios de Madrid. Amanda ha abierto la botella de cava y ha llenado media copa.

Dos gaviotas planean en el cielo azul y, en picado, descienden sobre el mar.

Hace frío, aunque ella tiene fiebre.

Y un dolor sometiéndose al oleaje manso lamiendo las rocas.

Contempla el ritmo del mar. Sabe que la frecuencia de sus latidos ha descendido tantos peldaños en esos días, como los que ha subido su temperatura. Tiene una enfermedad de síntomas inclasificables.

Quiso tirar su diario desde el mirador, que todos sus sentimientos naufragaran.

En el último instante, introdujo la llave, lo abrió y leyó una página fechada en un día de sonrisas. No pudo tirarlo.

Todo aquel peso, ese saco de piedras sobre su esternón, la arrastró hacia el suelo. Y se convirtió en un torrente, en una convulsión fuera del mundo.

A su lado la sombra que ya no dice nada, la sombra sin sombra que la acompaña.

Hace un mes que no ha escrito ni una sola palabra en su cuaderno íntimo y por eso quería tirarlo. Hace un mes que no va a clase. Hace un mes que no está segura de existir. Cree que sí porque se está muriendo de pena y alguien que se está muriendo todavía existe.

Nunca había imaginado tanto llanto, tantas horas de agua por todas partes, lluvia, océano, depositándola en su isla, como esos objetos que llegan a la playa, restos de un hundimiento o de un abandono.

Poco a poco recupera el aliento y, con el rostro mojado, su diario en la mano, intenta levantarse del suelo. Tiene que intentarlo un par de veces, le faltan fuerzas.

Esa noche escribe.

Querido diario: discúlpame. No estoy. Se me rompió algo. Soy palabras sueltas en el fondo de un costurero, necesito encontrar el hilo que ata o remienda. Mi mano puede, mi corazón no.

No quisiera incumplir de nuevo una promesa, no te digo hasta mañana. Tal vez mañana no sea otro día, sino este mismo conspirando contra la cordura y contra todas las letras de un abecedario, que sólo me sirve ya para armar mil veces una sola palabra: ausencia.

El último sorbo de cava cruza la mirada de Amanda con la trayectoria de unas luces parpadeantes. Es un avión y la remembranza de una despedida.



 

miércoles, 18 de agosto de 2010

SIN DIARIO Y CON DIARIO XXV


Vampi utiliza algún truco, Amanda está convencida. Es la tercera mañana que encuentra libre el asiento a su lado. Se sienta y le mira por encima de las gafas, las mañanas siguen nubladas y no ve demasiado bien con esos cristales oscuros. Le pregunta. Y él le cuenta...

Querido diario: no sé qué pensar, Vampi es un ser extraño, un poco extraterrestre, diría yo.

Esta mañana le he preguntado si usaba algún truco para lograr que el asiento a su lado estuviese libre, es la tercera mañana que puedo sentarme con él. No sé qué haría si no lo estuviera, no sé qué haría él, quiero decir.

Tengo poderes, me dijo. Mi pensamiento es tan fuerte que al rato de sentarse, quien sea, tiene que levanarse. Nadie excepto tú puede soportar lo que pienso.

A mí me dio la risa, tan escandalosamente me reí, que toda la gente nos miraba.

Él no se reía, estaba serio, como si le hubiera ofendido mi risa. Me quité las gafas y lo miré, esperaba que dijera algo. Él se sacó las gafas unos segundos, me miró tan serio y de una manera tan profunda...

No le había ofendido, no me lo dijo pero lo sé, lo vi en sus ojos. Y vi algo inexplicable. Fue como si me hubiese resbalado de nuevo hacia adentro. Un deslizamiento suave, mientras se detenía el tiempo, hasta que volvió a ponerse las gafas. Me cogió la mano, miró hacia la calle y sabiendo que me había quedado en babia, me avisó que estaba a punto de llegar a mi parada. Hasta mañana, me dijo. Hasta mañana.

Querido diario, hasta mañana.
 

lunes, 16 de agosto de 2010

SIN DIARIO XIV


Ligera brisa. Movimiento imperceptible en el aire y de nuevo eco, la voz rejuvenece.

Susurra a tientas lo que aún permanece intacto y enaltecido en los diarios de la niña. Primeros atrevimientos, sobre la piel del cuaderno, la piel de ella. Los verbos, luego, acomodando su cuerpo en la almohada y el sueño. Una mayúscula siempre en lo soñado y el nombre requerido en tantos renglones de la todavía infantil caligrafía.

Rodaban lunas como notas imprecisas fuera de su pentagrama, buscando compases y tiempos en el pulso acelerado, en las noches expectantes.

Minúscula llave, a buen recaudo, abriendo el secreto, su corazón de papel y tinta. Casi siempre en el silencio fortaleza de la habitación adolescente, abrir el instante, cada vez más segura, cada vez con más entusiasmo y mientras crecía el amor, crecía la intención de contarlo.

Como en una cápsula de tiempo inadvertido, aquellos momentos ejercitaban la voz desconocida de la niña y su sentimiento, que hallaba allí entre las páginas de su cuaderno, abrigo y permanencia.

Querido diario: Vampi también me quiere. Escribió un día. Leyó varias veces la escueta frase. Cerró el diario. Y antes de dormirse pensó en lo que significaban esas cuatro palabras. Tan pocas y tan grandes. Se dijo que serían las palabras más grandes y más importantes que escribiría, jamás podría escribir nada como eso.

Y antes de cerrar los ojos y entregarle la mirada al sueño, supo que aquella frase era sólo el inicio de algo mucho más extenso.

Amanda toma la mano de la mujer presente en la azotea y enciende una estrella que no estaba.

El humo asciende dibujando la silueta conocida.



domingo, 15 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXIII


Celofanes, en el soliloquio de la luna.

Amanda repara en la tardanza de Jorge y lo llama al móvil. Él responde y la tranquiliza, ya le explicará cuando llegue.

La voz, alzándose hacia los celofanes, pide un permiso renovado, un pacto con el tiempo agotado, un sendero nuevo. Y la mujer discute consigo misma, la amalgama de brillos desfilando en el horizonte, la sombra cálida en la oscuridad de la azotea.

Presagios. Un ave cruza a deshora de la costumbre que debe a sus alas, como si anunciara una rebelión en su vuelo.

La palabra suena ahora más dulce, trae en el eco la caricia olvidada. Tal vez refugio, atalaya, trinchera...

Enigma deslizándose hacia la luz interna. Epidermis del recuerdo iluminando.

Amanda enciende otro cigarrillo y descubre asombro en sus labios.
 



jueves, 12 de agosto de 2010

SIN Y CON DIARIO XXII


Si en la cornisa del edificio donde Amanda tenía su casa, algo estuviese intentando mantener equilibrio, sería el nombre. El nombre de aquellos días de la adolescencia, de descubrimiento del amor.

Recupera, en ese suelo caldeado, la sensación que tuvo al cerrar el cuaderno, su primer cuaderno. La expectación anidada en su interior, tan extraña para la niña que era. La ilusión de volver a esa intimidad de su propia letra narrándola a ella y narrando sus circunstancias. Sobre todo regresa a la infantil vergüenza de esas primeras páginas.


Querido diario: ya no siento tanto miedo como el primer día que me puse a escribir. Ahora estoy deseando que llegue esta hora, no sólo porque me divierta escribir sino porque, al cerrarte, sé que todo esto no morirá nunca.

Y ahora lo de Vampi. El apodo se lo puso Teresa y a mí empieza a preocuparme, ahora que me habla, que un día sin darme cuenta le llame así. No creo que se enfade, pero no lo sé, apenas le conozco aún.

Estaba feliz, había conseguido sentarme a su lado en el autobús y repitió lo de la mano justo antes de que me bajara. Sí, lo de la mano te lo cuento otro día. Llegué a clase y se lo conté a Teresa en medio de la clase de Literatura. A las dos nos encanta la Literatura, pero es que la profesora es un tostón. Así que muy bajito, agachada detrás de la espalda de la compañera que se sienta delante, se lo conté con pelos y señales. Las señales que me dejó en la mano. Teresa dijo qué asco. Y a las dos nos dio la risa, casi nos ahogamos intentando reprimirla para que no se enterara la profesora. Y dijo qué asco, cuando le conté que me había dejado un poquito de saliva y una marquita de dientes, casi no se veía. Lo que hice yo después no se lo dije, porque entonces sí que nos partimos de risa las dos y nos echan de clase. Acerqué mis labios a la señal, cuando nadie me veía.

Y estuve tan feliz todo el día. Mi madre me preguntó si me pasaba algo. Yo le dije que no, que por qué me lo preguntaba y dijo que me veía bastante rara. Tú siempre me has visto rara, mamá, le dije.

Por la mañana no sonó el teléfono. Hace unos días que suena siempre dos veces y mis padres ya están pensando que es un pervertido.

Me fui a la parada del autobús como de costumbre y me volví a poner las gafas de sol. Cuando subí al autobús vi que Vampi no estaba y me sentí muy triste. El trayecto se me hizo interminable, no sabía qué pensar y pensé lo peor, que no volvería a encontrármelo.

Teresa me llamó gilipollas. Se abrá retrasado, estará fuera, cualquier cosa, mira que eres boba, dijo, y mira que estás colada, guapa.

Pero al día siguiente tampoco estaba, su asiento estaba vacío y me senté allí. Su asiento, digo, y escribo su asiento como si lo fuera de verdad. No soy tonta, ya sé que no lo es, es como los sitios en la mesa. Si ese asiento del autobús está vacío o está otra persona en su lugar, no es lo mismo, ya no, y no puedo hacer nada para evitar esa tristeza. Ese segundo día sin Vampi en el autobús, apoyé la cabeza en el cristal y tampoco pude evitar que me saltaran las lágrimas. Lo más curioso es que siendo como soy, tan vergonzosa no me importó en absoluto que alguien me viera, sólo pensaba en que ya no le vería.

Ese día Teresa no me llamó gilipollas, me vio tan triste que se calló.

Al día siguiente por la mañana, cuando aún no había salido de la ducha, sonó el teléfono. Diez minutos más tarde sonó de nuevo y lo cogí yo. La respiración se oía como con dificultad, era un sonido un poco extraño, de aspirar e inspirar forzoso.

Salí corriendo y me puse las gafas bajando las escaleras, me olvidé de decir que me iba. Siempre digo me voy, pero me olvidé.

A los cinco minutos de estar en la parada llegó el autobús.

Subí como si me estuviera lanzando de cabeza a una piscina, pagué y miré hacia el fondo. Allí estaba. Me salió una sonrisa tan enorme, descarada e incontrolable que se me movieron las orejas, el corazón me latía como una máquina de coser.

El asiento a su lado estaba libre, me senté. Lo miré, esta vez sí, y él también me miró sonriendo. Dijo hola qué tal, estuve con gripe. Y yo, sin ser yo, aunque lo era, sólo que ésa era una desconocida para mí, le dije, mintiendo, pensé que habías cambiado de autobús.


Hasta mañana, querido diario.
 

miércoles, 11 de agosto de 2010

SIN DIARIO Y CON DIARIO XXI


Pasaron algunos días y Amanda no escribió nada en su diario. Abría la caja de cartón donde lo guardaba, lo miraba como si fuese un objeto animado y volvía a cerrar.

Una noche, después de cenar, fue a su cuarto y decidió enfrentarse otra vez al poder de atracción del cuaderno y al temor de reflejarse. Se propuso contar algo de lo que sucedía en su entorno, ella también estaba en esos acontecimientos, se dijo, y así superaría esa frontera descarnada de verse en cada frase, como si estuviese desvistiéndose para un examen médico.

Querido diario: Todavía no se han dormido y sus voces, sus sonidos por la casa, me distraen un poco. No es que no tuviera nada que contar estos días, siempre pasa algo. Por ejemplo, Raúl, montó en la bici que le prestó un amigo y se cayó, tiene un chichón, una rodilla pelada y un codo de color violeta. A mi madre casi le da un ataque cuando lo vio entrar con el pantalón roto, manchado de sangre y la frente empezando a hincharse.

Pero lo más importante, aparte de lo del "Comemanos", es lo de Teresa.

El día que fuimos a comprar las gafas de sol, cuando entró en la cabina de teléfono con intención de llamar a casa, la esperé dando vueltas por la acera. Tardaba, así que me acerqué y abrí la puerta, estaba llorando. Caminamos hasta el comercio sin decir nada. Pasé el tiempo, para olvidarme del disgusto de Teresa, y porque no puedo evitarlo, pensando en Vampi, el "Comemanos". Esa tarde no me contó nada.

El otro día, al salir de clase, fuimos caminando juntas, como siempre, hasta la parada del autobús y me lo dijo.

Su padre estaba más contento de lo normal, se dio cuenta porque se reía , no atendía a lo que le decía y se le trababa la lengua al hablar. Dice que no es la primera vez que se pone tan contento, últimamente está así a menudo.

Su madre, cuando lo ve tan contento, llama a una amiga que vive en el mismo edificio y se van a tomar un café. El padre se queda solo en casa y saca del mueble bar la botella de Soberano, que tienen para las visitas, y se toma un par de copas viendo la tele. Cuando la madre vuelve, casi siempre se ha quedado dormido en el sofá con la tele encendida y ya ni cena, no hay manera de despertarlo.

Teresa está preocupada, cree que su padre se parecerá a su abuelo, que siempre se emborrachaba. Tenían que ir a buscarlo al bar del pueblo, bebía tanto que no podía volver solo a la casa.

Mi padre también se pone contento algunas veces, en las fiestas, no siempre. Mi madre no se va. Cuando lo ve demasiado alegre le saca la copa de la mano y se la vacía, luego le pone delante un vaso con agua o refresco y él no dice nada, se lo bebe y sigue como si no pasara nada.

Teresa dice que le da en la nariz que su padre y su madre están peleados por algo, que no se quieren como antes.

Ayer le comenté algo a mi madre, sin decirle que se trataba de Teresa. Le dije que una compañera de clase nos lo había dicho a Teresa y a mí. Ella piensa que son tonterías, cosas que se pasan en poco tiempo.

Teresa está muy triste y tiene razón, las dos sabemos, no somos unas niñas, que a veces esas cosas no se pasan.

Lo mejor, Vampi, el "Comemanos", después de darme un susto de muerte, me ha hablado.

Otra día te lo cuento.
 




martes, 10 de agosto de 2010

SIN DIARIO XX

Y retorna a la Amanda niña volando en el aire del primer amor.




Los escaparates, la gente dirigiéndose a su trabajo, los coches, todo ha sido eximido del etéreo instante. Ha recuperado su tesoro, observa su mano, esa leve marca y un resto aún húmedo. Se detiene frente a un escaparate, mira a los lados y, cuando se cree segura de miradas indiscretas, acerca el dorso de su mano a sus labios.


La mujer que es ahora rememora la sacudida en el alma y siente algo de aquello enredándose a su epidermis. En la azotea de un Madrid ardiente de verano y de incógnitas en el presente de Amanda.

Expulsa el humo de su cigarrillo escribiendo mentalmente el nombre del amor.
 
 
 

domingo, 8 de agosto de 2010

SIN DIARIO XIX


En la altura de la azotea, el silencio, ahogando los rumores de la ciudad despierta, es una melodía en la que danzan los pensamientos de Amanda.

Todavía es capaz de volver a aquellos lugares y a todas las emociones de aquellos años.

Descubrimiento. Una llave abriendo puertas. La magia era eso, se dice. Después, qué ocurre después.

Reacomoda la inquietud de su cuerpo en la silla y se repite la pregunta, qué ocurre después.

Por qué en todos esos años no había dejado de escribir en sus cuadernos, descubrió algo distinto a lo que fueron sus primeras líneas en, aquél, su primer diario.

Supone que ama escribir esos diarios.

Y amar...

Se levanta, se asoma a la barandilla y toma conciencia de la distancia que hay hasta el suelo, respira profundamente, enciende un cigarrillo y pasea por la terraza.




sábado, 7 de agosto de 2010

SIN DIARIO XVIII


No es consciente de subir al autobús, ni de pagar. Le ha dado tiempo de ponerse las gafas antes de subir, su misión consiste en desenmascarar al "comemanos", para ello tiene que lograr sentarse a su lado. Su sospecha era vana, se siente protegida tras ese antifaz y el frío maquilla su rubor, quién puede adivinar si ese color es causado por las bajas temperaturas o por su timidez. No está demasiado convencida de creerse el cuento, pero contra todo pronóstico de su interior lo va a intentar.

Camina más segura. Al fondo, ya lo ha visto, como si aquel asiento le estuviese reservado, despliega una sonrisa sin tapujos y sin desviar su rostro hacia la ventanilla. El asiento junto al "comemanos" está vacío.

El pasillo se alarga, los nervios son tan intensos que casi superan la barrera de la máscara de sol. Por la columna vertebral siente resbalar una gotita de sudor y su frente amenaza con empañar los cristales.

Se sienta sin poder evitar el estrépito de su libro de matemáticas cayendo al suelo. El "comemanos" ni se inmuta y al agacharse a recogerlo está a punto de perder su antifaz de heroína. Antes de reincorporarse, con un movimiento ágil de su mano, coloca el complemento defensivo y se levanta. El "comemanos" la está mirando impúdicamente, lo ve por el rabillo del ojo. En su columna vertebral se ha organizado un desfile de gotitas y ella no puede articular palabra y él sólo mira.

Disimuladamente, Amanda, echa un vistazo a su pecho y comprueba que su chaquetón no se mueve con el galope insensato de su corazón. Posa sus libros y su carpeta sobre el regazo y las manos sobre ellos. Pregúntale si se acuerda de ti, se dice, pregúntaselo, vamos, venga, pregúntaselo ya cobardica, a qué esperas faltan sólo dos paradas...

Pero no puede, no le salen las palabras, su mandíbula está rígida y sus dientes tan apretados que le duelen.

El autobús arranca de la penúltima parada y la cabeza de Amanda se llena de malos presagios. Un día ya no estará en el autobús y no volveré a verle. La desilusión comienza a embargarla como si ya hubiese ocurrido. Tanto que ha olvidado la presencia a su lado, las gafas... Ha dejado de sudar y piensa, cerca ya de su parada, que ésta es una salvación y una condena al mismo tiempo.

Entonces, el "comemanos", toma de nuevo la mano de la discordia interna de Amanda y ella vuelve a notar la ligera dentellada. Lo mira, el bus para, Amanda sale corriendo hacia la puerta y bajando le sonríe.





jueves, 5 de agosto de 2010

SIN DIARIO XVII


El despertador suena a las 7h. Amanda mira las gafas, sobre la estantería, compradas la tarde anterior y no sabe si superará la timidez de esconderse tras sus cristales oscuros. Jamás ha usado gafas de sol y menos cuando no luce el sol. Duda del resultado de ese nuevo complemento y sabe, eso sí lo sabe, que en cuanto suba al autobús y vea a Vampi, las gafas no cubrirán su enrojecimiento. La idea de un pasamontañas completando la máscara no es sensata.

A las 7:45h está en la ducha. El teléfono suena en el pasillo, esta vez más pronto y responde su padre. Está atenta, lo oye mascullar, nadie responde. Se da prisa en terminar su aseo y sale del baño, si no fallan sus cálculos sonará de nuevo pasados diez minutos y quiere ser ella quien conteste. Tiene un presentimiento.

Toma el colacao y las tostadas como si no hubiese comido en veinticuatro horas, devorando. Su madre, que siempre le llama la atención por su lentitud desayunando, le dice que si sigue tragando de esa manera se va a atragantar.

Está cerca del teléfono, con los libros, las gafas y lista para salir. Al primer sonido levanta el auricular. Diga, espera, diga, espera, diga, espera y cuelga. Oye la respiración y algo parecido al sonido de expulsar aire con más fuerza, como si estuviera fumando.

Lleva las gafas escondidas en el bolso. Si su madre o su padre la vieran ponerse esas gafas de sol en un día completamente nublado, pensarían que se ha vuelto loca de repente.

Mientras baja las escaleras hace otro cálculo con respecto a las llamadas y hasta que llega a la calle no vuelve a sentir el miedo de parapetarse tras las gafas, dejando al descubierto sus mejillas, siempre delatoras.


Noche, y vaho en el espejo pasado y, sin espejo, el presente en la terraza, alzada sobre los tacones durmientes. Las manos adultas de Amanda toman por sorpresa, y con todo su asombro, la indeleble huella.

miércoles, 4 de agosto de 2010

SIN Y CON DIARIO XVI


Aquella noche de su dieciseis cumpleaños, cuando la casa se quedó a oscuras, Amanda, dejó el libro que estaba leyendo y tomó el diario entre sus manos, como si estuviese a punto de descubrir un mundo desconocido y éste fuese extremadamente frágil.


Tomó un bolígrafo y, con cierto temor, anotó Madrid, seguida de la fecha. Después escribió Mi querido diario, lo había leído en algún libro. Puso dos puntos y mordió el bolígrafo, pensando en cómo seguir o en qué contar. Le estaba resultando más difícil de lo que creía, no era lo mismo que escribir poemas. En los poemas ella se mantenía a través del lenguaje a una distancia prudente. El diario era distinto, tenía que hacer acto de presencia en las palabras y nombrarse, las veladuras que le permitían algunas metáforas, escapaban a la intimidad del diario y a la desnudez de contarse.

Así, después de Mi querido diario, escribió.

Hoy, por primera vez en la vida tengo dieciseis años y tú eres el regalo que más me ha gustado. Ahora me parece que tienes demasiadas páginas en blanco y me siento perdida, como si tuviese que encontrar un camino sin ningún mapa.

Empezaré por las cosas más importantes de lo que me está sucediendo. Todo lo es, pero hay algo, que como tú y los años cumplidos, no me había ocurrido nunca.

Es tarde y estoy cansada. Te lo iré contando todo, esta noche sólo puedo decirte que sobre mi mano se ha grabado una huella indeleble. La mano con la que escribo esto y la mano con la que no me atrevo aún a escribir la palabra. Sólo tiene cuatro letras y un significado difícil de explicar. Cuando la pronuncio, susurrándola, sola, en mi habitación, algo pasa dentro de mí, cambiándolo todo. Me vuelvo más ligera, como si estuviese flotando en el aire.

Querido diario, hasta mañana.


lunes, 2 de agosto de 2010

SIN DIARIO XV


Y aquel punto rojo, que ahora distingue la vista acostumbrada a la oscuridad, sobre uno de los edificios más altos, pone entre las manos de Amanda un objeto rectangular, envuelto con un bonito papel de flores y un lazo amarillo y una etiquetita dorada que dice felicidades.

Las manos de Amanda se llenan de peces de colores resbaladizos y rasga el papel torpemente. Cumple dieciséis años y su prima Mada, de nueve, le ha traido un regalo. La madre de Mada, hermana de su padre, antes de que lo desenvuelva por completo, le advierte de que ha sido idea de la niña, que si no le gusta se puede cambiar.

Un libro rojo, las tapas imitando al cuero, con un minúsculo candado y una llavecita. En letras doradas puede leerse Mi diario.

Amanda da un abrazo y un beso a su prima y otro beso a su tía, le parece un regalo maravilloso, no sabe con exactitud por qué. Ha escrito. De hecho en su escritorio guarda algunos folios mal mecanografiados con algunos poemas. Amanda está convencida, porque lo escuchó en una canción, que toda la gente de su edad escribe poemas y nadie dice nada. Ella tampoco. Le leyó uno a su madre y antes de que llegara al final le preguntó qué quería decir y luego si ya había terminado de hacer los deberes del Instituto.

Un jersey de cuello vuelto de lana con pelo, que no se podrá poner. La lana con pelo le produce picores y la hace estornudar. Un estuche con lápices de colores, un regalo demasiado infantil, pero es que al tío Pascual le falta un hervor, no es que sea tonto, le falta un hervor por inocente, la ve como una niña pequeña. Un frasco de colonia que acabará usando su madre, a ella ese olor de flores mezcladas con algo como pegajoso le revuelve el estómago. Una chaqueta preciosa tejida por Ángela, la prima de su madre. Su amiga Teresa le ha regalado una caja decorada preciosa. La única a la que ha invitado, era una reunión familiar y Teresa es como de la familia, se conocen desde el colegio.Y dinero.


Sin embargo es el diario, el regalo privilegiado en el pensamiento de Amanda. La tira que cierra sobre la portada con ese diminuto candado, evoca un misterio y un secreto que aún no sabe, como si las páginas en blanco tuvieran algo importante que decirle. La minúscula llave está en el bolsillo de su pantalón de pana y durante la reunión comprobó varias veces que seguía allí.


En un acto reflejo, inconscientemene, Amanda toca su mano derecha. En esa azotea, es ahora todo distinto, salvo en la costumbre de la letra siempre presente y en el nombre que envuelve la noche.

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