domingo, 14 de noviembre de 2010

XLII


Alberto se fue a un apartahotel. Al niño le explicaron un viaje largo por motivos laborales y acordaron sinceridad.

Vio salir a Alberto con la maleta y la noche redobló sus horas, sopesando el silencio, como si en él hubiesen quedado prendidas todas las dudas y los desencantos. Esa madrugada, después de una infusión relajante, Amanda buscó un cuaderno y decidió poner letra de nuevo a la melodía frustrada en que se había convertido su vida.

Y escribió un camino seco de hojas crujientes como cáscaras de maní, un tiempo melancólico detrás de los visillos de la habitación. Los compañeros y amigos, la añoranza y la extrañeza entre cada verso de cada canción.

Volvió sobre la sábana prestada de la prestada cama y sus signos, como pequeñas estrellas lastimadas.

Escribió un adiós y un por qué no, si ya se ha perdido. Un abrazo enamorado y un abrazo mecido en la ternura, cerrando cicatrices. Sin pretensión alguna, fue tamizando la diferencia, al margen de los listados de ventajas y desventajas, que no suelen estar en los bordes de la vida.

Automáticamente, alumbró el nombre del padre y de su juventud y se mostró la manera de dormir entre los brazos al nombre que había sido o debía de haber sido.

Describió sobre el pentagrama desesperado cada nota de lluvia y llanto, mientras las olas rompían en una orilla desconsolada.

Y ahí detuvo el tiempo retomado, dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y se sirvió un poco de ron con hielo. Buscó entre los discos, puso uno y, con los auriculares puestos, bebió a pequeños y espaciados sorbos el sabor amargo del amor perdido. Sin embargo, el presente confundía sentidos con el pasado y la música la invadió con un sentimiento irrescatable.

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