jueves, 17 de marzo de 2011

LXVI (66)



De pronto la noche veraniega de Madrid tiene sabor a menta y huele a hinojo.

Amanda siente vértigo, la altura es una excusa válida. Tantos recuerdos despeñándose desde la terraza.

No sabe por qué ni de dónde surge la imagen de la mujer que cae. Se precipita al vacío desde un octavo piso. Es el vuelo contrario, el vuelo certeza y ley gravitatoria. Como el sueño herido de aquella compañera, lleno de habitaciones cerradas, recorrido desesperado, para descubrir que aquellas puertas no se abrirían nunca, en un espacio gélido y sin el abrigo robado.

Golpe, una palpitación disonante, el peligro al acecho, el riesgo de vivir.

La mirada revuelve los contornos circundantes, recupera el reflejo de la luna llena y la fragancia del hinojo escondido.

¿Quién le dijo a quién que la mentira es un salvoconducto cuando te han robado la vida?

Porque la herida puede ser tan profunda como el corte de las arterias principales, tráfico varado, ciudad fantasma, silenciada. Esa terrible sensación de que todo está afuera y todo inalcanzable.

Las páginas del llanto desconsolado.

Sólo unas cuantas páginas después de las victoriosas.

Y, ahora, en el calor de la madrugada, la anacrónica tormenta, los truenos en el aliento y la letra adolescente.



00:01h-Amanecimos sobre los espejos del pavimento que la tormenta había sembrado. Dos y uno. Mirándonos de soslayo intermitentemente, como si nos acabáramos de descubrir.

Llegamos al apartamento cuando las farolas de la calle estaban ya encendidas y el color ámbar de su luz ocultaba, distorsionándolo, el nerviosismo que reflejaban nuestros jóvenes rostros. Tardamos bastante en abrir aquella puerta del antiguo apartamento, en el centro de la ciudad. Los cerrojos parecían haberse confabulado. Nuestro pudor se vio sometido a la mirada interrogante de aquel vecino que bajaba la basura y nos registró en su mente, decelerando su paso, al vernos en el descansillo peleándonos con las llaves y la cerradura. Todavía estábamos allí cuando volvió a subir y repitió un buenas noches desconfiado.

Los cerrojos cedieron sus secretos de apertura y al fin entramos a una casa deshabitada y repleta de muebles fantasmas cubiertos con sábanas. En el salón vimos, sobre la mesa, también protegida con una sábana blanca, una nota y una bolsa de plástico.

“Abre la bolsa, Amanda, lo que hay en el interior os lo presto yo. Teresa.”

En el interior había un viejo magnetófono y una bolsa más pequeña con algunas casetes. Pegada con celo al aparato había otra nota. “Pulsa el play”. Al pulsar, la voz de Teresa en el mensaje. “Hola chicos, ya habéis visto que la casa está desangelada. Pensé que en una ocasión así os vendría bien tener algo de música. Os dejo cuatro cintas, sé que os gustan.” La voz de Leo interviene. “Las cintas son mías, la música que tiene Teresa es de fiesta de pueblo.” Sigue Teresa. “Éste como siempre, desprestigiándome. Amanda, tú sabes que no es cierto. Bueno, eso, que os dejamos un poco de música. El dormitorio que está frente a la puerta del salón, es el que os hemos preparado. Las sábanas son completamente nuevas, jajajaja, hasta que las estrenéis vosotros, ya sabréis de dónde salieron. No os entretenemos más, divertíos.”

Me disponía a ver cuáles eran las cintas que nos habían dejado Teresa y Leo, mis manos temblaban no sólo por la situación, sino también por el frío. Entonces me abrazaste y nos besamos, sabías a menta. Tu chicle era de menta.




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