viernes, 20 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXVII



El horizonte no trae a Amanda de ese laberinto desplegado ante ella. El avión pasa y regresa a la niña.

La ve ahora con una ternura inusitada, declara su inocencia, confirmada en la manera de vivir aquel dolor. Un veloz examen de otros dolores sufridos, la forma en que los afrontó y la toma de conciencia de la actitud de la niña derrumbada, le causan admiración.



Alberto y ella bajan las escalerillas con el mismo distanciamiento surgido durante el vuelo, o quizás antes, durante toda la estancia en Barcelona. Desde cuándo, vuelve a interrogarse Amanda, existía esa separación imperceptible, escondida en las acciones cotidianas.

Entran en casa, dejan las maletas, piden algo de cena por teléfono y se duchan. Nada en sus actos desmiente la armonía de la pareja y sin embargo la sospecha de Amanda es real y si ésta tiene fundamento también Alberto simula una normalidad que no existe.

Al tiempo que llaman al telefonillo, suena el móvil de Alberto. Amanda atiende al mensajero que trae la cena y Alberto sale a la terraza atendiendo la llamada. Ella va a la cocina y prepara la mesa en el comedor, después trae la cena y la pone sobre la mesa. No oye nada de la conversación que está manteniendo su marido. A pesar de haber dejado la puerta abierta, habla en voz muy baja.

Ella le observa disimuladamente, él no cambia en nada su compostura. Le anuncia que pasado mañana saldrá de viaje, a Londres. Ella no pregunta, los viajes son habituales en el trabajo de Alberto.

Cenan y conversan. Comentan algunos detalles de su viaje a Barcelona. En las pausas de la charla, ella trama un plan.

Por alguna razón indescifrable todavía, Amanda, no es traspasada por el dolor de la amenaza, de la posible pérdida. Siente ofuscación, siente la traición. Quizá su misma reacción la lleva a averiguar por ella misma, lo real de su sospecha. Algo le dice que ese viaje imprevisto, han surgido otros, infrecuentes, Alberto es un hombre metódico, organizado hasta el extremo y odia los imprevistos. En general, sabe con anticipación de una semana aproximadamente a dónde irá y por qué irá. Esta cualidad de su marido le produce cierta duda sobre su sospecha, la necesidad de prevenir cualquier eventualidad, ha provocado numerosas discusiones entre ellos. Amanda detesta a veces la inflexibilidad que eso supone. Le exaspera el control que ejerce Alberto sobre cada paso, cada decisión, cada mínimo acto.

Y en la hipótesis de que lo intuido, desde que encontró el bolígrafo con esa dedicatoria, sea cierto, vuelve a mirarle como a un hombre tal vez desconocido para ella.



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