Eran los últimos meses y hacía mucho calor. Andar era algo dificultoso, aún así salía a caminar orgullosa de mi desfigura. Ya sé que la palabra no existe pero a ella no le importa, lo primero que hará, pasado un tiempo, será inventarse palabras. Mantengo una conversación silenciosa con ella mientras caminamos por el parque. Respirar el aire colmado del aroma de los eucaliptos nos reanima. Sus movimientos son enérgicos, ha crecido tanto que los veo: mi vestido se mueve y cambia de forma. Ahora me suenan las tripas y sonrío pensando en cómo oirá ella ese sonido. Iremos a merendar algo y luego continuaremos el paseo hacia casa. Mañana tengo consulta médica. Desde que está ella me preocupo un poco cada vez que acudo. Tomamos un par de rosquillas y un café con leche. Ya han dejado de croar mis tripas, ella se mantiene a la escucha, pero no le diré nada hasta volvamos a la calle, en el bar hay bastante gente y no me oiría bien. Además, pueden pensar que estoy un poco loca.
Son las ocho y ella ya está despierta, lo he sentido en el estómago, una mano o un pie. La consulta es a las diez.
En la sala de espera no hay nadie y ella está algo inquieta. Nos viene a buscar la enfermera y entramos en el consultorio. Hay luces intermitentes en los aparatos. Me parece que la mayoría son azules, mi color favorito. El médico me saluda y me pide que me tumbe sobre la camilla junto a las luces. Mi vestido sube hacia arriba y su forma queda descubierta. El médico sonríe y me pone una especie de estetoscopio sobre el vientre, activa una palanquita diminuta y las luces azules parpadean rápido acompañadas por un sonido parecido al de un tambor. Entonces nos tranquilizamos, el ritmo veloz de las luces marcan los latidos de su corazón. Mi hija está en buena forma y el mes próximo nacerá.