Siempre había tenido un carácter difícil, tosco... También era de pocas palabras. Esa forma de ser no le había proporcionado muchos amigos y desde que falleció su mujer su soledad se había acrecentado. Su único hijo había dejado el pueblo cuando era muy joven y durante esos años se habían comunicado escasamente. Se vieron una vez al año en las fiestas navideñas, en el pueblo, él se había negado a abandonar su casa para visitar a su hijo, y a la mujer de éste, en la ciudad.
El hijo le dio la noticia por teléfono y él sin demasiado entusiasmo le había dado la enhorabuena. Sin embargo, cuando colgó el auricular, no sintió nada especial, todo seguía siendo igual para él. Tal vez notó más vacía que de costumbre la casa.
Los días y los meses pasaban con su rutina silente, hasta que por fin el hijo volvió a llamar. Le dijo que todo había ido bien, que en un mes aproximadamente irían a visitarlo. Sintió algo parecido a la ilusión y salió a la finca a recoger unos tomates.
El día de la visita llegó sin que él advirtiera ningún cambio. Ese día, después de mucho tiempo, se miró curioso en el espejo, tratando de reconocerse.
El claxon le anunció que la familia estaba allí. Salió a recibirlos.
Su hijo se acercó a él con la hija entre sus brazos, para que la tomara en su regazo y él la tomó.
Aquel ser diminuto abrió los ojos, él pensó que lo miraba con mejor intención que el espejo. Un escalofrío le recorrió las vértebras al sentir la cálida temperatura de la niña.
Miró a su hijo mientras le resbalabandos lágrimas tibias por las mejillas. Soy abuelo, dijo.