sábado, 21 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXVIII


Amanda sirve otro sorbo de cava y lo bebe con lentitud. Mira hacia su izquierda y descubre dos siluetas en una ventana iluminada, se besan abrazados.

La niña regresa. Le tiemblan las manos abriendo su diario y sólo escribe "querido diario, ha ocurrido algo extraordinario, pero estoy tan nerviosa que no puedo contarlo".

Termina el cava servido y contempla la mañana. No llovía, las gafas de sol lograban al fin la justificación que no habían tenido. La adolescencia sube al autobús, como se sube por primera vez a la atracción más vertiginosa del parque.

El final del vehículo es el nuevo horizonte y ese día cambia de aspecto. El amor no se ha sentado en el lugar en que se busca. Y de pronto el aliento y un murmullo de caracolas vacías dicen estoy aquí. Y "aquí" es el calor junto al rostro. Segundos partiendo hacia un destino desconocido, intensos, en tanto la piel toma la delantera y circula sobre alambres candentes.

El amor está de pie, detrás del temor y el anhelo, esperando la respuesta de sus ojos. Y el giro es una claudicación sin reparos en la expresión de la mirada. Siguen así, estáticas marionetas de la emoción que les embarga.

Primer movimiento. Las manos se atrapan y entre ellas el intangible signo.

Las paradas se han sucedido y en ellos nada se detiene. Un tirón al unísono o una iniciativa compartida les empuja a atravesar la puerta y bajan juntos, sin rumbo. Caminan por una ciudad en la que nunca habían vivido. Todo ha cambiado, incluso los nombres de ellos, los de las calles, y los objetos se nominan también de otra forma.

Se hablan. Se ríen. A veces las palabras les atropellan sin sentido y callan.

Vamos por aquí.

Y encuentran una plaza, un banco, una fuente y muy poca gente. ¿Nos sentamos un rato?

Pero no se sientan aún. Se entreveran uno en el otro.

El sabor de toda la vida es una mañana de sol en una plaza casi desierta.




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