jueves, 12 de agosto de 2010

SIN Y CON DIARIO XXII


Si en la cornisa del edificio donde Amanda tenía su casa, algo estuviese intentando mantener equilibrio, sería el nombre. El nombre de aquellos días de la adolescencia, de descubrimiento del amor.

Recupera, en ese suelo caldeado, la sensación que tuvo al cerrar el cuaderno, su primer cuaderno. La expectación anidada en su interior, tan extraña para la niña que era. La ilusión de volver a esa intimidad de su propia letra narrándola a ella y narrando sus circunstancias. Sobre todo regresa a la infantil vergüenza de esas primeras páginas.


Querido diario: ya no siento tanto miedo como el primer día que me puse a escribir. Ahora estoy deseando que llegue esta hora, no sólo porque me divierta escribir sino porque, al cerrarte, sé que todo esto no morirá nunca.

Y ahora lo de Vampi. El apodo se lo puso Teresa y a mí empieza a preocuparme, ahora que me habla, que un día sin darme cuenta le llame así. No creo que se enfade, pero no lo sé, apenas le conozco aún.

Estaba feliz, había conseguido sentarme a su lado en el autobús y repitió lo de la mano justo antes de que me bajara. Sí, lo de la mano te lo cuento otro día. Llegué a clase y se lo conté a Teresa en medio de la clase de Literatura. A las dos nos encanta la Literatura, pero es que la profesora es un tostón. Así que muy bajito, agachada detrás de la espalda de la compañera que se sienta delante, se lo conté con pelos y señales. Las señales que me dejó en la mano. Teresa dijo qué asco. Y a las dos nos dio la risa, casi nos ahogamos intentando reprimirla para que no se enterara la profesora. Y dijo qué asco, cuando le conté que me había dejado un poquito de saliva y una marquita de dientes, casi no se veía. Lo que hice yo después no se lo dije, porque entonces sí que nos partimos de risa las dos y nos echan de clase. Acerqué mis labios a la señal, cuando nadie me veía.

Y estuve tan feliz todo el día. Mi madre me preguntó si me pasaba algo. Yo le dije que no, que por qué me lo preguntaba y dijo que me veía bastante rara. Tú siempre me has visto rara, mamá, le dije.

Por la mañana no sonó el teléfono. Hace unos días que suena siempre dos veces y mis padres ya están pensando que es un pervertido.

Me fui a la parada del autobús como de costumbre y me volví a poner las gafas de sol. Cuando subí al autobús vi que Vampi no estaba y me sentí muy triste. El trayecto se me hizo interminable, no sabía qué pensar y pensé lo peor, que no volvería a encontrármelo.

Teresa me llamó gilipollas. Se abrá retrasado, estará fuera, cualquier cosa, mira que eres boba, dijo, y mira que estás colada, guapa.

Pero al día siguiente tampoco estaba, su asiento estaba vacío y me senté allí. Su asiento, digo, y escribo su asiento como si lo fuera de verdad. No soy tonta, ya sé que no lo es, es como los sitios en la mesa. Si ese asiento del autobús está vacío o está otra persona en su lugar, no es lo mismo, ya no, y no puedo hacer nada para evitar esa tristeza. Ese segundo día sin Vampi en el autobús, apoyé la cabeza en el cristal y tampoco pude evitar que me saltaran las lágrimas. Lo más curioso es que siendo como soy, tan vergonzosa no me importó en absoluto que alguien me viera, sólo pensaba en que ya no le vería.

Ese día Teresa no me llamó gilipollas, me vio tan triste que se calló.

Al día siguiente por la mañana, cuando aún no había salido de la ducha, sonó el teléfono. Diez minutos más tarde sonó de nuevo y lo cogí yo. La respiración se oía como con dificultad, era un sonido un poco extraño, de aspirar e inspirar forzoso.

Salí corriendo y me puse las gafas bajando las escaleras, me olvidé de decir que me iba. Siempre digo me voy, pero me olvidé.

A los cinco minutos de estar en la parada llegó el autobús.

Subí como si me estuviera lanzando de cabeza a una piscina, pagué y miré hacia el fondo. Allí estaba. Me salió una sonrisa tan enorme, descarada e incontrolable que se me movieron las orejas, el corazón me latía como una máquina de coser.

El asiento a su lado estaba libre, me senté. Lo miré, esta vez sí, y él también me miró sonriendo. Dijo hola qué tal, estuve con gripe. Y yo, sin ser yo, aunque lo era, sólo que ésa era una desconocida para mí, le dije, mintiendo, pensé que habías cambiado de autobús.


Hasta mañana, querido diario.
 

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