sábado, 27 de noviembre de 2010
XLVI
03:00h- O'clock. ¡Oh, cloc!
El pez hambriento muere. Ha desvestido sus escamas sobre la noche y la luna, me despierta clavándome sus espinas donde antes anidaban aves. Pez agallas. Debo tenerlas, dicen. Y a cal y canto, encierro la destreza y miro, sólo miro, cómo el pez expulsa las burbujas de las horas. La oscuridad, líquido amniótico. No quiero nacer de nuevo, sabiendo que no estarán tus brazos.
Ella siempre ha respetado estos silentes renglones en cautiverio. Ella sabe qué es estar rota y golpea despacito, con nudillos de algodón, en la puerta, para no asustar la brizna de vida. Muchas veces no le respondo, como si estuviera dormida en el lecho más lejano, ella sabe que no es así. Y diluye la insistencia, aleja sus zapatillas con su diminuto cuerpo, hasta que toma las armas del menaje en la cocina, haciendo llegar a mi cueva subterránea una señal de continuidad que aún no puedo permitirme.
Dice que he crecido mucho en estos dos meses y me mide contra una pared de recuerdos de mi infancia. Dice que mi voz es como la de una mujer, diciendo adiós desde el muelle al barco infantil.
Y yo sigo mondándome la piel de escarcha que dejó tu adiós y tus lágrimas, sin la capacidad de pronunciarte. Porque tu nombre llega siempre en un sobre lacrado y nadie se atreve a abrirlo. Sólo la madrugada desierta juega con murmullos interiores y dibuja claridades transparentes en la vigilia negra del cuarto. Eres agua escurriéndose desde dos vértices que ya no pueden verte.
Mi sigilosa abuela ha trazado un plan de paseos y fruta fresca, de verduras y legumbres. Lo explica fervorosamente atenta a los precios, mientras revisa los cajones en el mercado, a veces acompañada por mi sombra. Dice que a mi edad no se toman medicinas, ha guardado las pastillas que me recetaron en un baúl y después pasó la llave. A tu madre no le digas nada. Si no le digo nada a nadie, abuela. Bueno, ya sé que últimamente no hablas mucho, sólo escribes y escribes, como si le debieras carta al diablo. El aire del mar te hará bien. Quieres que te acompañe, hoy está muy sereno, como si le hubieran pasado la plancha. No discute mi gesto negativo, ni mi gorra hasta las cejas, ni la bufanda por encima de la nariz, ni las gafas oscuras que me pongo antes de salir sola.
El pez intenta respirar fuera del agua y trata de creer que la noche oscura es un océano. Se propone una ruta de transatlántico, una huida del caparazón apretado y solitario.
Te juré que me moría y lamento faltar a mi palabra, mientras escribo que quien nos prohibió el retorno es un asesino. En la plaza bendita, en la plaza maldita. Cara y cruz de la moneda que se nos oxidó entre las manos.
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