miércoles, 4 de noviembre de 2009

APUNTE VIII



Era un tiempo distinto, como seccionado por una reja, de añoranzas casi desconocidas, de silencios a voces y gritos. Un tiempo de corazones encogidos y guardados en minúsculas cajitas con adornos de flores y aves. El amor, tenía un agrio sabor a trámite en las imágenes, el anhelo del mismo tomaba el aliento de lo sugerido y buscaba fórmulas en las que los elementos diesen, por fin, con lo deseado: algo intangible, impredecible, mutando alma y sentidos.

La carta le llegó un viernes, tal vez con la intención de ocupar un lugar sagrado y hacerse con el destino, la ilusión y el calor de los leños. Leyó, leyó y leyó. La luz del atardecer fue difuminando los objetos del salón, al tiempo que la silueta impregnaba la mente y ponía voz a la letra clara sobre el papel. En el descansillo de la escalera que llevaba a los dormitorios, el reloj emitió un sonido de animal herido.


Sólo a la mañana siguiente, cuando el sol después del gallo, anunció un nuevo día, enterró el rostro en la almohada y lloró con todo su cuerpo.





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