jueves, 13 de mayo de 2010

Orilla y recuerdo.



A veces, cuando la madrugada da la vuelta a la esquina, dejo las herramientas de trabajo y le doy la mano a la infancia. Hago una minúscula apuesta con el sentido del desorden y busco los tesoros perdidos, a veces incluso los encuentro. Y después los entierro al pie del árbol más alto, desde donde se ven parpadear las alhajas del horizonte.

La canción de la ronda y el escondite secreto son sueños despiertos, hasta que el día abre la puerta del espejo y me halla aún dormida.

La duna que resbalaba junto a la charca, en la que todos los príncipes croaban. Los brazaletes de junco, tantos ornamentos canjeados por la siesta de los mayores en las hamacas.

No sé si la costumbre de perder estatura en algunos momentos, pertenece o no al mundo de los cuerdos, si la seriedad que requiere tanto dilema cotidiano gana altura sin esos incisos, o si, por el contrario, sería sano reglamentarlo como medida preventiva.

Cuando la madrugada se entretiene con remolinos de agua a la orilla del recuerdo, me duermo con la sonrisa puesta y el sabor del beso.






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