sábado, 10 de abril de 2010

Café con marinero enfrente.

“Ocurrió en el tiempo de las noches largas y los vientos de hielo: una mañana floreció el jazmín del Cabo, en el jardín de mi casa, y el aire frío se impregnó de su aroma, y ese día también floreció el ciruelo y despertaron las tortugas.

Fue un error, y poco duró. Pero gracias al error, el jazmín, el ciruelo y las tortugas pudieron creer que alguna vez se acabaría el invierno. Y yo también”. (LAS PALABRAS ANDANTES, Ventana sobre el error, Eduardo Galeano)

“Siento volverme de pronto tan sensato, mi queridísima Cordelia, pero en Sicilia jugabas tú al verano y ahora, en tu propia casa, juego yo al invierno”. (EL DESTINO DE CORDELIA, Ray Loriga)

* * *

Del tiempo en el que los territorios minúsculos, eran lugares inmensos expuestos a la exploración, proviene quizás ese rincón a resguardo, destinado a ser jardín y fantasía cuidadosamente cultivado. Perseguir con la mirada el recorrido delimitado de los peces en un estanque, desde aquella dimensión, no provocaba sensación de opresión alguna. Porque entonces la altura de un peldaño requería mayor esfuerzo y subir toda la escalera constituía un reto.

Cada recodo escondía un tesoro digno de ser descubierto y las cosas más simples podían ser ese tesoro: un botón metálico con un escudo en relieve, un azulejo de colores, una piedra con forma de cabeza...

Un árbol no era sólo un árbol. Un árbol era atalaya. Un árbol era refugio. Trepar y elevarse, alcanzando una estatura superior a la estatura establecida.

Va cumpliendo tiempo, esta voz que de alguna manera era aquella, hoy distinta, aunque no sé si más grande, las proporciones pierden importancia cuando se dicen emociones y sentimientos.

En un día chico, menesteroso en todo sentido, encuentro una mirada desafiante, segura y serena. No es mía. Pertenece al hombre que está sentado en la mesa de enfrente. Mira a través del ventanal. Una leve sonrisa se dibuja en su rostro recorrido por los años. Lía un cigarrillo y me mira. Vuelve a lanzar su mirada hacia la calle y da la primera calada, luego expulsa el humo como si tuviese la capacidad de atravesar el cristal y rozar la mano de la mujer que pasa y mira sin verlo.

Tengo un café sobre la mesa, el pequeño cuaderno abierto y un bolígrafo en la mano. La hoja está en blanco. Traía palabras de origen desconocido. Los labios de la tinta tienen dificultades al pronunciarlas.

Además del hombre, de mirada segura y desafiante en la mesa de enfrente, los dos camareros y yo , sólo hay dos mujeres en una mesa alejada, que hablan en un susurro como si estuvieran haciéndose trascendentales confidencias.

De amor. Sí. Las palabras sueltas, esperando enlaces que las unan.

El camarero más joven, aburrido, se acerca, retira la taza de café vacío y me pregunta si me sirve algo más. “Sí, póngame la mirada de ese hombre en el cuaderno”. Le digo que me traiga otro café, esta vez americano, o sea largo de agua, no de café. Sonríe. “Ya sé, cada español tiene su propia fórmula a la hora de pedir café, un lío insoportable a la hora de servirlos, cuando los comensales son numerosos. Yo también fui camarera”.

El hombre de enfrente tiene aspecto de marinero curtido por el viento y el salitre del mar. Aquí no hay mar, y sin embargo a veces tengo la sensación de que, una vez dejados todos los edificios atrás, va a aparecer.

El camarero me trae el café y pregunta si está bien así. Perfecto, le digo.

El marinero mira hacia mi mesa, hacia el cuaderno y el bolígrafo que he puesto sobre la hoja en blanco. Tengo la impresión de que su leve sonrisa adquiere amplitud.

Un chico con mochila a la espalda, gorra de visera y auriculares entra y pide a gritos un vaso de agua. No se da cuenta de que lleva la música demasiado alta y por eso él no se oye. Rompe el ambiente discreto y sin música del bar. El camarero de la barra, también aburrido, le pregunta qué ha dicho como si no le hubiese oído. El chaval vuelve a decir si por favor le puede dar un vaso de agua, gritando más aún. El camarero le hace señas con la mano de que no le oye. Y el chico repite. Los dos camareros ríen y el de la barra le da el vaso de agua. El chico lo bebe y sale dando las gracias a gritos.

Yo también, como el marinero, miro hacia la calle. Le veo, es él. Camina hacia aquí.

Entra una chica y se acerca al marinero.

-Hola, papá, disculpa el retraso, había mucha cola en el banco.

No puedo creer que vaya a entrar justo en este bar. Hay miles de bares en la ciudad, miles sólo en esta zona y después de una año viene precisamente a éste.









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