domingo, 20 de marzo de 2011

LXVII (67) A LXXIII (73)... y FIN.


00:01h-Tu chicle era de menta. En la respiración entrecortada de la noche y su destino de lluvia, salimos de ese beso y echamos un vistazo a las cintas que nos habían dejado Leo y Teresa. Elegiste una y me invitaste a bailar con un gesto histriónico. A nuestro alrededor, muy quietos, contemplaban nuestros torpes pasos -un abrazo con brisa tratando de incorporarse al ritmo de la melodía-, los muebles fantasmas.

“No siento, en este momento, que seas otra aparte de mí, es como si fueras una prolongación de mí mismo”, dijiste. En las páginas del viejo diario, la niña escribió: Me pareció tan extraño que un chico que anda con una mierda de plástico en el bolsillo, diga esas cosas. Te quiso tanto, en ese instante, la niña que también te sentía en su interior.

Otro beso con menos menta, habías tirado el chicle. Y se declaró la lluvia, aún mansa. Nos asomamos, apartando los visillos y vimos cómo se iba impregnando el suelo.

No encendimos ninguna luz, nos bastaba la luz que entraba desde el exterior a través de las finas cortinas, el apartamento estaba en un primer piso.

Habíamos llevado algo de comida y un par de cervezas para cada uno. Abrimos la mochila y sacamos los bocadillos comprados en aquel lugar donde eran tan baratos. Los tomamos con una cerveza a medias, sentados en el sofá “vestido de novia gorda”. Esa sábana tenía unas iniciales bordadas en el gastado embozo, A.V., Amanda y Vampi, dije, y nos moríamos de risa.

Destapamos otra cerveza y encendimos un par de cigarrillos. Me acerqué al magnetófono y di vuelta la cinta, mis manos ya no temblaban. Tú buscabas un cenicero o algo que nos sirviera en su defecto.

Dimos las últimas caladas en silencio, escuchando la música y el crescendo de la lluvia, tronaba a lo lejos, sería tormenta. Luego la “novia gorda” nos recogió en su regazo.

00:35h- Llueve intensamente de nuevo. No es que cada temporada de lluvias te haya devuelto, tal vez nunca te fuiste, tal vez estuvieras agazapado y dormido en algún recodo del laberinto.


LXVIII

Ofrenda. Amanda extiende las manos, posándolas sobre la faz de esa luna testigo. En esa altura no hay ninguna voz que divulgue el secreto. Y sus manos sólo son alas de otro tiempo.

01:07h-Hoy corregí el rumbo. En lugar de acostarme y releer algunas líneas del diario, para levantarme luego y venir hasta la cocina a fumar un cigarrillo, e incluso caer en la tentación del café nocturno, vine directamente, preparé un café y puse ambos diarios sobre la mesa. Vestida otra vez con el “mandala”, ya sin los círculos concéntricos.

Miro mis manos. Durante algún tiempo habitamos aquella casa, tras la noche primera. Siempre que encontrábamos la excusa perfecta y mis padres no me negaran el permiso a pasar la noche fuera. Esas noches otorgaron a mis manos un poder desconocido hasta entonces. La niña escribía en su diario sobre sus manos, lo que sobre tu cuerpo habían escrito. Nuestra noche había sido especial, a pesar de ser mi primera experiencia, algo infrecuente. Y la niña que era, desbordaba sentimiento y emoción.

Ahora la extrañeza de mis manos vacías y en otros momentos manos costumbre.

He recuperado tu correo electrónico, aunque volví a intentar comunicarme contigo años después de tu despedida, no existía tu dirección anterior. Tú has recuperado mi dirección también. Lo que aún no hemos recuperado es la cercanía, no logramos, en tu visita, derribar ese duro cristal antibalas que surgió entre nosotros hace tanto tiempo.

Confieso, me confieso aquí, a solas, en mi cuaderno, que cada día me propongo escribirte sin esa mampara separadora. Empecé varias veces el mensaje, lo guardé, lo volví a leer y a borrar, no logré el tono sincero de los pensamientos.

Me has propuesto que pase unos días en Madrid, ahora que mi hermano está mejor, que viene mi hijo y quiero aceptar. Sin embargo, nuestras conversaciones aún son distantes y este repaso hecho por mí, de aquel tiempo adolescente, me mantiene en una posición un tanto ficticia con respecto a nosotros.

01:55h-Abro mi correo. Encuentro uno tuyo. Has hablado con tu hermana Silvia, le has contado que mi hermano estuvo bastante enfermo. Has sido discreto, comentas. Ella se ha interesado y te ha pedido el número de teléfono para llamarle. Mañana lo hará, ha dicho.

Y recuerdo a Raúl, sentado bajo el árbol del patio del colegio, mientras tu hermana se come una manzana y mira de reojo el pelo pintado de Raúl, que mira sorprendido a los otros chicos, sin saber por qué se ríen.

También esperas que te diga cuándo iré. Has estado pensando en nosotros, en lo que nos ha sucedido a lo largo de estos años, en todo ese tiempo vacío de noticias…

Y percibo en tus palabras cierta nostalgia, una ternura menos diplomática, algo que me anima a responderte. Mientras los dos diarios reposan sobre el mandala mantel, junto al portátil en el que te escribo.

02:16h-Mis dedos quedan posados en el teclado, esperando la primera frase, después de la cortesía hacia el interés de Silvia por el estado de Raúl.

Sobre mi nuca pasa una ligera brisa, suenan unas palabras como un susurro: es la hora. Miro hacia atrás, hacia la puerta, pensando que Raúl se ha levantado y lo ha dicho, pero no hay nadie. Algo tenso en mi centro, se suelta.

Me levanto, abro la ventana, enciendo un cigarrillo y oigo la sirena de un barco entrando en el puerto.

Ahora sí, te escribiré. No como lo hice hasta hoy, te escribiré…en serio.


LXIX

17:00h-En esta ocasión la hora es un propósito, esperé sobre el cuaderno la marcación exacta, sin ningún motivo aparente. Aguardaré a que esos inquietos y benévolos espíritus que juegan con el azar, den sus señales como hasta ahora y quizá desvelen un sentido en esta ceremonia.

Aún no eran las 9h. El teléfono sonó mientras yo estaba en la ducha y Raúl paseando a Ron. Sonó otra vez con su serie y finalmente se cortó. No en vano. Al salir del baño comprobé que había un mensaje. Una voz que apenas recordé, la había oído en muy pocas ocasiones. Colgué, la voz intacta guardada. El mensaje era para mi hermano, de Silvia.

Diría Mada, nuestra peculiar pitonisa, que me sentí poseída por el espíritu de la abuela, porque decidí preparar un desayuno como los que tomábamos cuando Raúl iba al colegio y yo al Instituto. Tostadas, galletas, mermelada, mantequilla y el broche de oro, chocolate en polvo. Ya habíamos tomado café. El olor del pan tostado invadió la casa, no cerré la puerta de la cocina, quería oírles llegar. Ron entró como perseguido por una pesadilla, derrapó al final del pasillo y apareció en la cocina como un perro circense, haciendo cabriolas. Raúl, desde la entrada, dijo que olía como al pasar delante de una panadería de madrugada. Se acercó a la cocina y me interrogó por esa inesperada actividad gastronómica.

Tienes un mensaje en el contestador, le dije, llamaron mientras estaba duchándome.

Me miró con un gesto incrédulo y salió. Sé que escuchó al menos un par de veces el mensaje, porque tardó en regresar. Volvió sonriente.

¿Sabes una cosa? Tengo hambre, dijo, y se sentó pensativo.

No me irás a dejar en ascuas, el mensaje era de Silvia, la hermana de Vampi.

Tú y tu vampiro habéis estado tramando esto, ¿verdad?

No. Ha sido casual. Ayer recibí un correo suyo, decía que había hablado con su hermana y le había contado que estuviste enfermo. Ella mostró interés en llamarte y saber qué tal estás. Eso decía, y me advertía que le había facilitado el teléfono. Nada más.

¿La vas a llamar o esperarás a que ella vuelva a hacerlo?

Raúl ponía mermelada de ciruela verde en una tostada. Un poco de mermelada cayó al suelo y la lengua de Ron evitó que viésemos el rastro verde sobre el suelo. Siguió expectante la trayectoria de la tostada cada vez que Raúl la llevaba hasta su boca. Le di un trozo de galleta. Mi hermano derramó otra gota verde, sobre un círculo blanco del mandala.

La voy a llamar, dijo con la boca llena. Creo que volvió a sentarse bajo el árbol del patio del colegio, tal y como es ahora.

00:01h-Al acecho de este minuto en la frontera horaria del día. Otra quimera de los relojes en manos de los seres intangibles, su misión será descifrar todos los acertijos que envuelven las horas. Los verterán luego en la vasija transparente de los sueños. Agitarán el aire con su aliento. Y despertarán todo lo que estuvo hibernando.

Porque no se dice la textura del oleaje cuando todo está bien, cómo calma la rugosa piel de la roca cada impulso…

Fumo. Sola. He apagado la luz. Claridad, sin embargo.


LXX

06:20h-Una larga vigilia. Alegría, nerviosismo, más café de la cuenta… Raúl entró en su habitación a las 20h. “Voy a llamar a Silvia”, dijo. A las 20:30h le oía reír, como no le había oído desde su ingreso en el hospital. Imaginé que recordaban aventuras detectivescas.

Ahora me cuestiono este hábito de marcar las horas en las que me sumerjo en el diario, como si me metiera en una piscina llena de objetos abandonados, una pista de entrenamiento en el rescate de antiguos tesoros. Ni siquiera uso reloj, por eso me interrogo. No me contestaré, claro.

Pinta, dijo Raúl, sentado frente a mí, esta vez evitó o se olvidó del peldaño de piedra. Es pintora.

Me la imaginé pintando árboles con niños sentados en las ramas. Y tuve que aplazar mi curiosidad, respetando la intermitencia comunicativa de Raúl. Daba cartas lentamente, como si estuviera asegurándose de que su estrategia en la partida que iba a empezar a jugar era la adecuada. Supe mejor y más evidente la distancia que la vida nos había impuesto, no sabía nada de tu hermana, en aquellos mails jamás hablamos abiertamente, como si temiéramos excedernos en confianza y mantener los muros alzados fuese algo imprescindible, obligatorio. Lo era en cierto modo, aún vivía con Alberto, aunque ahora pienso que también en discreción nos excedimos.

A través de la ventana veo que empieza a esfumarse la oscuridad y veo la excusa perfecta para escribirte.

Enciendo el portátil.

Me conecto a internet.

Abro el correo.

Redactar.

Para.

Asunto.

Raúl y Silvia.

El diario y el baúl.

Escribo Hola, borro.

Después escribo tu nombre. Borro.

Tu hermana llamó ayer. Dejó un mensaje en el contestador. Raúl estaba contento. La llamó por la noche y hablaron durante una hora aproximadamente. Era otro Raúl el que volvió a mi lado, después de hablar con ella. Quizá sea el mismo Raúl, tan sólo algo suyo se había perdido y lo está encontrando.

No te cuento nada más sobre esto, porque Silvia, supongo, te dará su impresión.

Realmente el asunto de este correo es decirte que iré. Asunto que está ligado al diario y al baúl.

No importa demasiado que no comprendas lo que estoy diciendo. Tengo que decirlo. Necesito decir, apartar al menos un poco esta cortina metálica, la que nos mantiene distantes. Tampoco es importante si nuestra relación se recompone y transforma o se estanca. Siento que existe una deuda de sinceridad entre nosotros, deuda de la que ambos somos acreedores por igual y no pudimos saldar antes. He decidido ir y antes decido hablar, escribiendo, escribiéndote.

El diario, es mi diario de adolescente. El baúl, era el baúl de mi abuela y el lugar donde encontré ese cuaderno perdido. Éste ha sido un periodo difícil y al mismo tiempo de recuperación. Y no me refiero sólo a la recuperación de mi hermano. En ese diario extraviado, me encontré con la parte de mi misma que se ahogó en su lugar. El destino de ese cuaderno era el mar. Quise tirarlo entonces, como si con ese ritual lograra arrojar fuera el dolor, pero en el último instante se agarró a mis dedos con tanta fuerza que no pude. Cuando regresé a Madrid de esa convalecencia lo abandoné. No fue intencionado, sino un mecanismo defensivo, una tarea impuesta por el olvido necesario, había que continuar, continuar sin ti.

Tal vez regresar a aquel tiempo de nuestra adolescencia no sirva de mucho. Nunca me lo propuse, te extrañé durante demasiado tiempo y revivirlo no estaba en mis planes, cuando vine a ayudar a Raúl. La casualidad puso el cuaderno en mis manos y leí. Me recordé niña enamorada de ti. Nos conocíamos de eso, del amor. No sólo era la primera vez que me enamoraba, fue la primera vez que sentí un dolor tan profundo.

El error te alejó de mí. Un error involuntario y ajeno, aunque eso no lo sabíamos. No sé cómo viviste esos años, qué supuso para ti en cuanto a tus sentimientos. A mí me acercó al borde de un abismo y viví una caída en el vacío. Alrededor había tanta oscuridad, tanto desamparo.

Estuve aquí, como ahora, bajo la atenta y comprensiva mirada de la abuela, que se encargó de custodiar y guardar, sin que yo lo supiera, ese testigo, mi diario. Todo estaba allí, la felicidad y la tristeza de la niña.

El retorno, después de esa enfermedad bajo la lluvia, las lágrimas, no está en ningún diario. No hay una sola línea, ninguna palabra, salvo alguna mínima confidencia a Teresa, de lo que vino. Entre tu despedida y Alberto, estuvo el precipicio. De ese paréntesis no quedó nada porque yo no estaba, caía y me hacía daño, pero el dolor por la pérdida anulaba cualquier otra posibilidad de sentirme herida.

Esas páginas reencontradas, revolvieron mi estatura de mujer adulta, como el viento levantando las hojas secas del suelo. Me arrastró el giro imparable de mi propia letra, contándonos. Ante la imposible ficción de mordisquear la galleta que me hiciera perder altura, tuvo oportunidad la cálida inocencia de mis palabras escritas, todas esas emociones, caldeando esta rígida edad adquirida.

No sabía que me había revestido, como la pared de un acantilado, de una gruesa capa de vida encapsulada. Algo bueno y algo malo. No había rencor en ninguna de las grietas. Me había apartado de la verdadera vida clausurando caminos posibles. Y en ese intervalo mudo, del que no hubo testimonio, aparté lo auténtico deshilvanado la esperanza de alcanzarlo.

Tu visita me halló en la distante cornisa por la que estuve caminando sin saberlo. Siempre en un borde preventivo, como si me alentara esa boca abierta dispuesta a devorarlo todo en cualquier momento. Pero esa forma de caminar cerca del precipicio no era fácil advertirla. La rutina y la impostura configuraron poco a poco un disfraz de seguridad innegable a simple vista.

El amor se fue contigo, quise que volviera, porque todos decían que el amor vuelve. Algunos decían incluso que “un clavo se quita con otro clavo”, mientras yo imaginaba la cruz y la devoción forzada. Si aquel entusiasmo iba a ser todo el entusiasmo que iba a recuperar, estaba claro que con Alberto había regresado el amor. Aunque fuera un regreso fatuo, un regreso algo tullido. Y siempre hay alguien dispuesto a explicar que el primer amor es distinto, un sentimiento adherido a la inocencia perdida. Así, acepté el amor de Alberto y él recibió impaciente y con alegría, al fin, mi cariño. Convencida de que ése era todo el amor que podía entregar, todo el amor que me quedaba después de la fractura. No engañé a Alberto, me engañé a mí misma. Y ya que estoy escribiéndote con toda la sinceridad de la que soy, ahora sí, capaz, te confieso que a pesar de desear que aquel sucedáneo se convirtiera en el gran amor de mi vida, cuando nos encontramos en aquel apartamento, que la mentira no había funcionado. Fue nuestra segunda despedida, te ibas a Londres y yo esperaba a mi hijo.

00:01h-He guardado el mail. Retiene la lluvia de hoy y la de entonces. Se piensa, lo pienso y sé que te lo enviaré, en cualquiera de las horas siguientes al chaparrón.

Ahora el viento pone las nubes en su sitio, cada edificio tiene una coronándolo. Un puzzle de agua recién armado.


LXXI

08:00h-Hago lo que nunca. La fiebre me retiene en la cama. Me he traído la cafetera, el portátil y fumo un cigarrillo después de abrir la ventana. Antes de ir hasta la cocina y preparar el café, perseguida por Ron, terminé el mail, apenas la despedida, y lo envié. Me estoy preguntando cuál será tu reacción, qué pensarás de lo que te digo…

El chaparrón irrumpió en la madrugada, sostuvo el primer tramo del sueño y la fiebre en aumento hizo el resto hasta que amaneció en gris absoluto y alguna transparencia blanca.

Calor intervalo. Adormece. La piel retrasa el reloj, emerge su impresión en los minutos de vigilia. Como si la realidad hubiese montado a lomos de un corcel celeste y apartara sus señales.

Calor delirio. Oigo pasos. Eco amortiguado. Entre bastidores oníricos, Raúl pregunta si llama al médico. Y la que sueña febrilmente, en este junio tormentoso, pronuncia un nombre. Cuando no sucede nada, todo ocurre dentro. En el laberinto inhabitado. Suena otra canción y la ventanilla del avión se abre. Está despejado en el jardín del pueblo. Mada da vueltas con un enorme llavero en la mano. Es de noche y sin embargo llevas gafas, pero el autobús está vacío. Una niña abre todos los cajones de toda la casa y llora, no encuentra lo que busca. Hace demasiado calor en la cocina, las luces rojas y azules pasan sobre los azulejos. En la radio, la voz de la abuela y el abuelo, sentado a la mesa, saborea arroz con leche. Alberto regresa de viaje y me enseña la foto de una novia, vestida de novia blanca, de rostro blanco y zapatos negros.

17:00h-Ha despejado. Ron no se ha movido de la alfombra a los pies de mi cama. Oye mi movimiento, incorporándome sobre las almohadas y se acerca agitando el rabo. Apoya el hocico en el borde de la cama, espera un signo de restablecimiento. Lo acaricio y se sienta, mirándome, relajado. Todo está bien.

Enciendo el portátil. Abro el correo. Bandeja de entrada. De. Asunto: BIENVENIDAS. Ven, te espero.

Llamo a Raúl. Entra en la habitación algo asustado.

¿Te puedo pedir un favor?

Claro.

¿Me traerías un café?

Ya estás mejor.

Mucho mejor. Me lo tomo, me ducho y nos vamos a dar una vuelta con Ron.

Una buena idea, me estaba aburriendo un poco.


LXXII

Por una moneda de plata se vendió hoy la ciudad en la noche desdibujada. La alcancía traga el precio. En las azoteas ya no hay lenguas blancas.

Un cigarrillo más. Amanda mira el móvil sobre la mesa de la terraza.

Esperar y esperanza.

Alguien escucha la radio y el sonido de las noticias se expande, la realidad vuelve a impregnarlo todo. Tiempo y espacio tomando forma sobre las baldosas de la terraza. Amanda sabe que lleva demasiado tiempo esperando y no está segura de que la excusa para esa espera sea válida. Han crecido sus vestidos y, a la vez, los segmentos marcados por las agujas de los relojes adquieren una dimensión reducida. La percepción modelada y adaptada a la cintura de la cronología.

Vuelve a mirar el móvil.

De pronto suena el timbre del telefonillo.

Baja.

¿Es una orden?

Sí, esta vez sí.

¿Y si no la cumplo? Me has hecho esperar mucho tiempo.

Tú a mí también. Baja.

Amanda coge las llaves, el móvil, su bolso y sale del apartamento. Sólo cuando el ascensor está llegando a la planta baja, se da cuenta de que está descalza, ha olvidado sus zapatos de tacón en la terraza.

Jorge la espera en su coche sentado al volante. Amanda entra y se sienta a su lado. Está sonando aquella canción. Ella revisa el perfil del pasado y se acomoda en el presente.

¿Por qué vas descalza?

Hace mucho calor. ¿Por qué tardaste tanto?

Porque ninguno de los autobuses paraba, todos iban llenos.

¿Cómo conseguiste que nadie se sentara en este asiento?

Con una mierda de plástico.

Los dos se ríen. Miran al frente. El coche arranca.

¿A dónde vamos?

Al lugar que me costó tanto buscar esta noche.


LXXIII

Al bajar del coche, Amanda, reconoce las calles, la recorre el mismo temor de entonces, o un temor parecido, no lo sabe exactamente. Jorge camina a su lado. La toma de la mano al principio de la calle que es su destino, el de ambos. Un destino incierto, mientras no se disipen las dudas de los dos. No dicen nada. La temperatura no baja, sobre los tejados la noche va mudándose y borra oscuridades. Pero en la calle, destino de Jorge y Amanda, las farolas siguen encendidas.

El antiguo portal tiene una nueva puerta. Se miran y sonríen. Jorge saca del bolsillo un llavero y con una de las llaves abre. Suben las escaleras. Las dudas caen poco a poco en los peldaños. Frente a la puerta, los mismos cerrojos les retan a intentar abrir, con sus manos de ahora. Las manos adultas son menos torpes, menos nerviosas y la cerradura cede sin demasiada dificultad. Los pies de Amanda recuerdan su desnudez adolescente.

Casi nada ha cambiado en la casa. La pintura en las paredes sustituyó el papel de dibujos geométricos. Los muebles disfrazados de fantasmas, ocultan su origen.

Entran en el salón. Sobre la mesa también oculta bajo un disfraz blanco, una nota sobre una bolsa de plástico. “Abre la bolsa, Amanda. Teresa.” Amanda saca el viejo magnetófono, pensando cómo habrá aparecido. Un post-it dice “pulsa el play, aún funciona”. Mira a Jorge sorprendida y ríe. La voz de Teresa: “Lo guardé, sí. Sé que estás sorprendida, ya sabrás dónde y por qué. Las cintas, la música son las mismas, también las guardé.” Interviene Leo: “Mías, claro.” El llanto de uno de los niños y la voz de Leo consolándolo, sigue Teresa con ese fondo familiar: “No eres tan joven como entonces, aunque en el fondo seas la misma Amanda, mi amiga, y sólo quiero desearte lo mejor, el mejor encuentro. Besos a los dos.”

Jorge sale del salón y deja sola a Amanda. Ella se asoma a la ventana y observa la luz de la farola sobre la acera seca. No llueve.

¿No vas a poner música?

¿De dónde has sacado el cava?

De la nevera y los sándwiches también. Tú tampoco habrás cenado.

No, pensaba que cenaríamos juntos.

Voy a ver si encuentro unas zapatillas o algo que puedas ponerte en los pies. ¿Cómo se te ocurrió venir descalza?

No acostumbro a usar tacones y no quería dar pasos en falso.

Se oye abrir y cerrar cajones en el dormitorio que está frente al salón. Amanda busca entre las cintas, pone una y pulsa hasta encontrar una canción. Jorge entra en el salón con unos calcetines de deporte muy gastados.

¿Te lavarás los pies antes de ponerte estos exclusivos calcetines con agujero?

Por supuesto. Voy al baño. Sírveme una copa de cava y pulsa el play.

Walking on the moon.

El salón recibe el fogonazo de la botella al descorcharse. La mano del hombre posa algo junto al magnetófono. Y cada gesto, cada objeto se convierte en símbolo de ausencias.

Amanda ríe sola en el baño, al ver su uña pintada asomando por el agujero del calcetín. Walking on the moon.

Amanda se acerca al magnetófono, quiere volver a escuchar la canción.

¿Qué es esto?

Yo también guardo algunas cosas. Es la misma caca de plástico. ¿Vas a poner la canción de una vez? Necesito oírla, tengo que hacer algo imprescindible en esta ceremonia.

Walking on the moon.

Aquella noche mordiste más fuerte, no sé cómo no te di una bofetada.

El factor sorpresa te paralizó.

Fue tu mirada lo que me detuvo.

Termina la canción. Jorge se acerca al aparato y pulsa stop. Amanda sirve dos copas más de cava. Ha detenido la voz de sus reflexiones, deja que el instante viva y viva con ella.

Y surgen palabras de los diarios, de cualquier rincón de sus vidas, enlazando minutos, acercándolos… Ya no hablan, sólo escuchan. Brindan.

Luz. Media luz. Trasluz.

Mirada.

Labios. Plaza. Fuente.

Abrazo.

Lluvia. Niebla. Llanto.

Risa.

Cuaderno. Pregunta. Silencio.

Manos.

Mañana. Hoy. Ayer.

Beso.

Llamada. Respuesta. Ausencia.

Encuentro.

Frase. Juego. Café.

Calor.

Sentidos. Sentimiento. Emoción.

Piel.

Llave. Encerrar. Ventana.

Visión.

Pasos. Camino. Puerta.

Amor.

Recuerdo. Memoria. Olvido.

Relojes.

Almanaque. Días. Lugares.

Singular.

Estrellas. Horizonte. Alba.

Plurales.

El arco de la palabra alberga soledades. Dos. El número funde dos silencios. El eco de los cuerpos es un latido trepándose a las paredes.

Cuerpo. Cuerpos. Sueño.

Palpitante.

Voz. Acuerdo. Tejido.

Escrito.

Oleaje. Arena. Peces.

Agua.

Distancia se nombra sólo con iniciales guardadas en anaqueles.

Copa. Feitizo. Fantasma.

Llueve.

Antes. Sucede. Después.

Adverbios.

En los brazos, las interjecciones proponen el presente.

Luna. Madrugada. Poema.

Tacto.

Conversa, el amanecer, con el aliento tibio.

Desnudez. Papel. Letra.

Verso.

Ahuyenta el miedo un estertor inequívoco.

Ojos.

Hombros.

Espalda.

Vientre.

Horizonte de epidermis parpadeante.

Sendero. Regreso. Abrir.

Sentir.

Silueta.

Sol.

Siempre.

Sendero.

Sí.

Sombra.

Dos sombras recuperadas de las paredes de antaño entre fantasmas.

Brisa.

De nuevo.

Horas burladas.

Búsqueda.

Volver.

Aletea. Alas. Vuelo.

Boca.

Mira, la luz de miel de aquella vereda, el amor en los espejos de agua .

Caricia.

Estío en el otoño del lecho.

Estación.

Llegada.

Bailan. Muy despacio. Rodeados de muebles extraños, de telas blancas ocultando la vida que hubo y la que puede haber. No hay música. Bailan.



FIN



jueves, 17 de marzo de 2011

LXVI (66)



De pronto la noche veraniega de Madrid tiene sabor a menta y huele a hinojo.

Amanda siente vértigo, la altura es una excusa válida. Tantos recuerdos despeñándose desde la terraza.

No sabe por qué ni de dónde surge la imagen de la mujer que cae. Se precipita al vacío desde un octavo piso. Es el vuelo contrario, el vuelo certeza y ley gravitatoria. Como el sueño herido de aquella compañera, lleno de habitaciones cerradas, recorrido desesperado, para descubrir que aquellas puertas no se abrirían nunca, en un espacio gélido y sin el abrigo robado.

Golpe, una palpitación disonante, el peligro al acecho, el riesgo de vivir.

La mirada revuelve los contornos circundantes, recupera el reflejo de la luna llena y la fragancia del hinojo escondido.

¿Quién le dijo a quién que la mentira es un salvoconducto cuando te han robado la vida?

Porque la herida puede ser tan profunda como el corte de las arterias principales, tráfico varado, ciudad fantasma, silenciada. Esa terrible sensación de que todo está afuera y todo inalcanzable.

Las páginas del llanto desconsolado.

Sólo unas cuantas páginas después de las victoriosas.

Y, ahora, en el calor de la madrugada, la anacrónica tormenta, los truenos en el aliento y la letra adolescente.



00:01h-Amanecimos sobre los espejos del pavimento que la tormenta había sembrado. Dos y uno. Mirándonos de soslayo intermitentemente, como si nos acabáramos de descubrir.

Llegamos al apartamento cuando las farolas de la calle estaban ya encendidas y el color ámbar de su luz ocultaba, distorsionándolo, el nerviosismo que reflejaban nuestros jóvenes rostros. Tardamos bastante en abrir aquella puerta del antiguo apartamento, en el centro de la ciudad. Los cerrojos parecían haberse confabulado. Nuestro pudor se vio sometido a la mirada interrogante de aquel vecino que bajaba la basura y nos registró en su mente, decelerando su paso, al vernos en el descansillo peleándonos con las llaves y la cerradura. Todavía estábamos allí cuando volvió a subir y repitió un buenas noches desconfiado.

Los cerrojos cedieron sus secretos de apertura y al fin entramos a una casa deshabitada y repleta de muebles fantasmas cubiertos con sábanas. En el salón vimos, sobre la mesa, también protegida con una sábana blanca, una nota y una bolsa de plástico.

“Abre la bolsa, Amanda, lo que hay en el interior os lo presto yo. Teresa.”

En el interior había un viejo magnetófono y una bolsa más pequeña con algunas casetes. Pegada con celo al aparato había otra nota. “Pulsa el play”. Al pulsar, la voz de Teresa en el mensaje. “Hola chicos, ya habéis visto que la casa está desangelada. Pensé que en una ocasión así os vendría bien tener algo de música. Os dejo cuatro cintas, sé que os gustan.” La voz de Leo interviene. “Las cintas son mías, la música que tiene Teresa es de fiesta de pueblo.” Sigue Teresa. “Éste como siempre, desprestigiándome. Amanda, tú sabes que no es cierto. Bueno, eso, que os dejamos un poco de música. El dormitorio que está frente a la puerta del salón, es el que os hemos preparado. Las sábanas son completamente nuevas, jajajaja, hasta que las estrenéis vosotros, ya sabréis de dónde salieron. No os entretenemos más, divertíos.”

Me disponía a ver cuáles eran las cintas que nos habían dejado Teresa y Leo, mis manos temblaban no sólo por la situación, sino también por el frío. Entonces me abrazaste y nos besamos, sabías a menta. Tu chicle era de menta.




domingo, 13 de marzo de 2011

LXV (65)



18:00h-Así, exacta, en punto, a pesar de lo inhabitual, no suelo escribir a esta hora.

Como variante al consabido café de la sobremesa que tomamos, desde hace algún tiempo, el tiempo perpetuo del cuadro de la abuela en el que se sumergió Raúl, rescatándose, esta vez fue infusión. Una mezcla con canela, algunas veces la fragancia de estas infusiones despiertan ciertos sentidos bloqueados, el olfato, adicto a la cafeína de las mañanas, emerge en la tarde entrando en un antiguo colmado.

Raúl miraba su peldaño de piedra y no parecía que el torrente de su pensamiento fuese a volcarse en conversación. Recordé aquellas tardes del pueblo, algunas con Mada, y los golpes del abuelo, que ya no venía, en el cristal. Se lo dije a él.

Me acuerdo perfectamente, dijo Raúl, estaba impresionado.

Tú también los oías, no era sólo un recuerdo mío.

Mada también tiene que recordarlo. A ella no le impresionaba esa costumbre, después de los golpes, miraba hacia la puerta de la sala, como si el abuelo verdaderamente entrara, incluso la vi sonreír en un par de ocasiones, sonreía al aire enmarcado en la puerta.

Eso es nuevo, dije, no lo sabía. Todavía no le pregunté nada a ella, me acordé de pronto, al ver una de las tacitas de porcelana, de las que usaba la abuela en el pueblo.

Un día, dijo, jugábamos en el jardín, delante de la casa y le pregunté por qué había sonreído en esa ocasión, había sido esa misma tarde. Le sonreía al abuelo que nos miraba desde la puerta. Contestó eso como si fuera algo cotidiano, un hábito, sin darle ninguna importancia. Yo le dije, que el abuelo estaba muerto. Sí, dijo ella, pero aún no se ha ido. Le cuesta mucho despedirse, añadió, lo dijo sin dejar de jugar, con la mayor naturalidad.

La canela subió, escaló, transformándose en arroz con leche, el postre favorito del abuelo. Su imagen complacida al saborearlo.

Ya sabes cómo es Mada, dijo Raúl.

Sí, lo sé y no lo sé al mismo tiempo, no me resulta fácil entender sus conexiones con esa dimensión desconocida y dudosa para mí.

Estoy pensando en reincorporarme al trabajo, dijo, extrayéndome de los senderos intrincados que enlazaban postres, aparecidos, oráculos y señales acústicas provenientes del otro lado.

Me parece una excelente idea, siempre que no te cargues de tareas, creo que aún estás algo débil.

La mayor parte del trabajo lo haré desde casa, a la oficina tendré que ir ocasionalmente, podré con ello, es más, necesito hacerlo. Esperaré una semana, lo justo para convencerte de que sueltes tus amarras y te des una vuelta por tu casa, veas a tus amigos, hables con Mada… y aceptes esa propuesta de la que no dices nada.

Entonces fui yo la que tomó asiento en el peldaño de piedra del cuadro, dio un sorbo a la infusión con canela y tanteo las flores que nunca se marchitan en el caldero.

00:44h-Un acantilado en la hora. Clic. Y en la penumbra, anillos de Saturno, el humo, desposando la silente crecida. Madrugada, que reniega de ocasos, implora al alba sostén en ese frágil equilibrio de la luz y su nacimiento.

Clic. Es sólo la cocina, encendida la lámpara. Y sin embargo, cuánta imagen contenía la oscuridad que la ocultaba.

Está siempre en los sótanos vedados, en la alquimia enclaustrada, sobre las nubes templadas como jirones de seda, en los destellos de cualquier neón furtivo, en las danzas prenupciales del instinto, en la piedra de algunos cimientos, en los siglos adormecidos de ciertas páginas… Está, a pesar de todo, adherido a la misión reencarnada.



sábado, 5 de marzo de 2011

LXIV (64)




23:32h-Coincidencia otra vez. Cifra reversible, como algunas gabardinas. La lluvia no, la lluvia no es reversible, aunque la fuerza de la gravedad puede ofrecer el misterio de la lluvia en un hemisferio y al tiempo en sus antípodas.

Por la tarde busqué en internet significados y leyendas sobre el hinojo. No es casualidad que la abuela haya dejado esa hierba entre las hojas del diario. Encontré varias cosas, aparte de sus usos medicinales.

Los fenicios celebraban el solsticio de verano con el fin de invocar la lluvia, para ello plantaban hinojo en macetas de barro en torno a la imagen de Adonis. Germinaban y se marchitaban rápidamente debido al calor. Esto significaba la muerte y resurrección del efímero Adonis. La festividad se llamaba Adonia y finalizaba arrojando las macetas con el hinojo seco y otras plantas al mar o a un manantial cercano, junto con imágenes del dios.

En la Europa medieval colgaban guirnaldas de hinojo encima de las puertas el día del solsticio de verano, así mantenían alejadas a las brujas. En los Pirineos se ataban ramos de hinojo sobre los tejados para protegerse de la magia adversa o magia negra.

En el siglo XVI, en el norte de Italia, las brujas buenas o benandante, luchaban durante la noche con las brujas diabólicas, armadas con manojos de hinojo. Libraban estas batallas, en un estado de conciencia alterada, cuatro veces al año, protegiendo de este modo la fertilidad de los campos y favoreciendo las abundantes cosechas.

Los romanos observaron cómo las serpientes, tras mudar la piel, se frotaban contra las plantas de hinojo, mejorando así su visión. Después de la muda, los ojos de las serpientes están lechosos y ciegos, aclarándose posteriormente.

Muerte, resurrección, alejamiento del mal y visión más clara, me digo, te digo, abuela. ¿Sería ese tu mensaje, que llega ahora desde donde estés? Y es, además, tu confesión de haber leído, intuyo.

Dejo de escribir, enciendo un cigarrillo y me asomo a la ventana. La oscuridad borra perfiles y la esquina minúscula de mar que se ve desde aquí, pero está ahí…

01:00h-¿Qué palabra significaría más que el acto en el que sucumbe el cautiverio?

Oblicua pared observadora de sueños rotos, de estallidos, aullidos y tropiezos, entre esa realidad obligada y el derecho arrebatado, quizás un alud de fantasmas pesados modelando otra estancia donde puedas conservar tus imágenes.

Pero ahora la certeza es blanca y busca su altura, su nombre perdido, su ambición cotidiana, sus plantas vivas -fuera de la sequedad del disparo traidor-, su amalgama de desaciertos y escasas virtudes..., la piel del día que jamás existió y del día que jamás debió existir... , la mirada perdida sobre la belleza y sus latidos entusiasmados, la vía de escape de los versos guardados y todo lo que no ha sido en el tiempo extinguido...


 
 
 
 
 
 

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