domingo, 6 de junio de 2010

Mandala.


Mandala, centro, círculo. No soy real. Ya no veo los hilos y sin embargo no soy real. Me diluyo con la tinta y a nadie escribo ni describo. Dejo todo el papel extendido sobre la mesa, hago castillos de papel, pajaritas, aviones, barcos y desaparezco en el centro de ese círculo laberíntico.

Junto al eco que no soy, el eco que no eres en la noche ni al alba. De una respuesta, la pregunta y sucesivamente las lindes de toda palabra dispersa, contrayéndose sobre los labios de la mañana. Diminutas alas acariciando la hierba que se oculta en la oscuridad, quiero saber dónde duermen sus vuelos de antes. Nadie dice nada.


¿Con qué tejo ahora los abalorios del horizonte o la inquietud de las velas de la madrugada, cuando debo anotar sobre la almohada soñadora la inexistencia de la mano extendida? Sólo tinta dando vueltas sobre un círculo transparente, girando, girando, girando, sin pausa, planeando un destino distinto, un camino al margen o sobre el margen y una voz erigiéndose en otra, más cercana, más lejana, con los dos rostros de los astros y sus dioses, mis dioses que eran gigantes y siempre escondidos: la mirada colmada de cimientos y futuro o presente.

Me despido de la papiroflexia que ha quedado esparcida con toda su simbología y recojo las armas del sueño más pequeño, antes de que se desborde su reclamo desde la cornisa.

Y para tener un principio, evitando el agotamiento de cada reloj o calendario, regreso al destello prestado y a la formidable fantasía vertiéndose desde la realidad, sugerida en el espejo.








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