jueves, 25 de noviembre de 2010

XLV


Bajo el reflejo de la luna, los balcones muestran sus sedientas bocas. Insomnio en las ventanas del estío.

Amanda descalza de nuevo sus pies y piensa en llaves. La llave que la encerró aquel otoño. Y duele. Busca un punto de color entre los parpadeos dorados del horizonte. Deposita aquel dolor sobre su regazo, como si fuera un niño perdido que necesita consuelo. Y las llaves que imagina, la simbología de las mismas, tienen ahora su poder renovado.

Vampi, llegó aquel día triste y sin lluvia, plagado de plomo, con el rostro de una máscara herida, el gesto que no había visto hasta entonces. Se quitó las gafas, descubriendo una mirada torturada y la abrazó con desesperación y llanto.

Noticia y desgarro. Amanda siente la fractura de aquel tiempo, el instante desarmado por un destino burlón. Seca las lágrimas del niño perdido y pasea descalza sobre el enlosado tibio. El suelo parece que lastima, los pasos se tornan nerviosos.

Vampi se despide y desde las azoteas aúlla el animal acorralado durante todos esos años. La joven Amanda enmudece y gira vertiginosamente hacia el centro del infierno, mientras las lágrimas de Vampi se posan sobre su hombro, como una legión de ángeles muertos. No sabe. No oye. No ve. No es. Entre sus brazos comienza a contraerse en la amargura y se quiebra.

Recorre la distancia que la separa de la mesa y coge un cigarrillo.

Después están sentados en la plaza, la misma que los vio besarse por primera vez y ella se pregunta cómo llegaron hasta allí. La gente pasa, pasean por una ciudad ajena a la tristeza de ellos. Vampi es congoja y cansancio, el llanto le ha agotado. Ella siente que sus arterias se petrifican. Él suplica que le diga algo. Ella tiene una boca vacía, las palabras que eran suyas, de ambos, han sido sustituidas por un puñado de arena y todo lo que podría decir se almacena en algún rincón al que no llega, mientras las tenazas del espanto destrozan su garganta. Necesito llorar, Vampi, dice ahogándose, en un susurro, pero no puedo, me muero, te juro que me muero.


En la plaza, el tejido minucioso de la muerte. Y piensa Amanda, que es allí donde quizás resida la resurrección.

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