Porque la noche de aquel viernes que agotaba el verano, Amanda, extendida sobre su cama discutía dulcemente consigo misma el desorden sufrido. Suma y resta se equilibraban en el desequilibrio de sus emociones. Los dedos de aquella mano y la mirada. Su mano entre los dientes de la silenciosa arrogancia. Y sus defensas, su chaleco antibalas, su látigo verbal, su virtuosidad en la huida, todas sus excusas, sin ella, suspendida de los desconocidos ojos, que la habían dejado en la vigilia, en un pasadizo secreto hasta entonces.
-No puede ser que sólo eso te haya dejado tan colgada de ese tipo.
Teresa, con su lógica, abría una brecha inútil en una realidad que ya no le pertenecía. Sólo eso era un millón de alfileres clavándose de arriba a abajo en todo su cuerpo y un enigmático código, capaz de eludir durante minutos eternos la palabra, trasladándola al sitio que prescinde de todo entorno y almacena la huella imborrable.