Primer peldaño, descenso.
El día alargó su brazo en mecánicos movimientos, respuestas automáticas, los habituales gestos tantas veces repetidos que se ejecutan sin pensar.
El niño duerme y Amanda fuma un cigarrillo a solas en la terraza.
El teléfono suena a las 22h, Alberto llama desde Londres. Está cansado, el día ha sido agotador. Y Amanda puede imaginárselo ciertamente agotador. La cama del hotel revuelta. Ella en la ducha. O quizás él llame desde el hall y ella esté arreglándose en la habitación. Durante un instante, juega con la tentación de arruinarle el viaje, decirle que los ha visto y sabe que no está solo en Londres. Sin embargo, deja que hable y ante la imposibilidad de contestarle con naturalidad, le dice que no se encuentra bien, que se acostará enseguida, el niño está bien, ha disfrutado mucho con los abuelos y ha preguntado por él antes de dormirse.
Cuelgan y entre los hilos, sobre los que se trasladan las palabras, anida el eco falso.
Amanda contempla la casa, pasea y vuelve a sentarse. Piensa en muebles dejando huella de su tiempo, instalados para una vida, y en muebles bajo telas blancas a la espera de una decisión.
Recorre con su pensamiento los cajones que nunca se ordenan, cajones sin contenido definido, en los que se encuentra a veces una razón o una respuesta inesperada. Contenido inocente y contenido culpable.
Y regresa a los cuerpos en la distancia, a la piel de su marido bajo las caricias de esas otras manos.
Encuentra sin querer otras manos también sobre la piel que tuvo.
Segundo peldaño, descenso y sinceridad.
Es doloroso, no el dolor descargado a la orilla del mar, con aquella inocencia, es diferente.