viernes, 3 de marzo de 2023

¡BAILA, BAILA!


    A veces, sólo a veces, el vacío y su precipicio me asustan en las horas vespertinas, cuando ya he olvidado las noticias de la mañana. A veces escribo sólo por armonizar el movimiento de mis dedos cansados. Pulso las teclas como teselas de un mosaico vital y recuerdo acontecimientos cuyos vestigios creía olvidados. Pero todavía existe esa carretera.

    Era el tiempo de la adolescencia cuando bailar en torno a la hoguera de los sentimientos poseía un significado. Los pasos pertenecían a la tierra y al asfalto del pequeño pueblo de los ancestros.

    Iríamos hasta el pueblo vecino en el coche de los chicos mayores, no era la primera vez que lo hacíamos, en cuanto nos bajábamos ellos se desentendían de nosotras. En el pueblo hasta los árboles tenían cotilleos frescos, recién llegados, antes de que pudiéramos despertar.        

    Hacía un día pacífico de sol, parecía que jamás dejaría esa altura y ese tapiz de claro azul, posando sus rayos sobre el mar. Nos encandilaba y guiñábamos los ojos porque todavía no usábamos gafas de sol pero lo estábamos deseando. Esa época oscura en que todo era del reino de los adultos, hasta unas inofensivas gafas de sol. La España rocosa y dura de los pueblos marineros, donde el luto permanecía latente durante años una vez que la muerte golpeaba en la puerta.

    A expensas de esa mañana espléndida, se adivinaba una noche tibia y propicia para la danza.

    Lo más difícil era conseguir el permiso que nos permitiría cumplimentar nuestro plan. Mis padres se negaban por costumbre. Mi tía era una aliada. Las chicas del pueblo frecuentaban los bailes del pueblo y de los otros colindantes, un argumento crucial. La respuesta final fue que sí, que podíamos ir. Pero deberíamos regresar a una hora prudente, eso significaba sobre la una de la noche. No digo madrugada porque se alteran los espíritus que juegan con los niños y niñas que se pierden en la noche. Esto sólo ocurría en el pueblo, en la ciudad el toque de queda era a las diez.

    Aunque durante el día nos pareció que nunca alcanzaríamos la noche mágica, ésta llegó y nos preparamos concienzudamente para ir al baile.

    En la danza compartíamos espacio con el otro, era la cercanía del otro el misterio que nos atraía. Entonces, yo bailaba poco, estar en brazos de un chico desconocido me azoraba y al mismo tiempo despertaba mi curiosidad. Las chicas del pueblo me animaban, querían que bailara más a menudo. Mis pasos todavía eran torpes, me costaba sentirme segura en la danza y poner al mismo tiempo todos mis sentidos en la canción que sonaba y a la que atribuía cualidades de encantamiento sólo efectivas al bailar con el chico elegido, por tanto esto no era posible con los desconocidos.

    En nuestros relojes la medianoche, estábamos cruzando la linde de los tiempos permitidos, era hora de regresar. Una de las chicas conversaba con dos chicos a los que conocía, eran del pueblo siguiente al nuestro y eran mayores que nosotras, ellos también se iban ya y no tenían coche. Hasta nuestro pueblo había cuatro kilómetros, podíamos ir andando por la carretera. Los chicos del pueblo vecino se sumaron a la idea y nos pusimos en marcha. Estaba oscuro, pero pronto nuestros ojos se aclimataron a la luz lunar y recorrimos los dos primeros kilómetros viendo el mar y escuchando su sonido. El camino me estaba resultando más ameno que el baile. Llegamos al pinar que oscurecía la carretera y prometía sonidos y sombras atemorizantes. Yo sugerí caminar por el centro de la carretera. Todos estuvieron de acuerdo, deduje que los chicos también estaban algo asustados.

    Antes de la una estábamos en casa.

    Al día siguiente, a las diez de la mañana, mi tía ya sabía que habíamos regresado a pie. Yo aún no me había despertado totalmente cuando me lo dijo.

 

 

 

 

 

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