El poeta siempre se sienta a la última mesa del café,
donde los veladores imprimen rasgos sutiles a los tertulianos.
Yo, sólo por verles como en mis ensoñaciones,
me siento frente al trampantojo.
Junto a mí se abre una puerta,
de espaldas,
un hombre contempla absorto el mar.
Pronto caigo en el ensueño
y cierro mi libro.
Fijo mi mirada, presa de una cálida vaharada,
en el horizonte
y me alcanzan los murmullos del discurso del poeta.
Estoy sola,
el café abre sus puertas a la mañana.
Busco compañía y paisaje,
el último cuento de los contertulios
y la voz grave con subyugantes versos.
Retomo mi ávida lectura
y poco antes del último sorbo de mi brebaje,
regreso a la realidad anodina.
Pago.
Salgo.
Y poco a poco con el viento sobre mi rostro
me acerco al mar verdadero,
silente hoy en su mansedumbre.