domingo, 27 de febrero de 2011

LXIII (63)



Deshora. Cuento baldosas, temprano de nuevo. Algo extraño, cierta nostalgia al salir, cuando los colores aún no han cobrado nitidez. Los detalles de la ciudad se escapan buscando las últimas sombras. Me cruzo con una mujer que lleva los ojos muy pintados, delineados en negro y con abundante sombra rosa, va moviendo los labios como los que leen así, la mirada perdida, como si hablara con alguien en su interior o en un recuerdo estancado. Un hombre sale de un portal con una bolsa de plástico y vacía su contenido de vidrio en un contenedor, violando el bostezo del amanecer.

Me voy acercando al mar como si pasara mis dedos sobre una cicatriz de la infancia. Anoche, entre las últimas páginas del viejo diario, encontré una minúscula hierba, tan amoldada al papel, tan cuidadosamente dormida, que no la había visto.

Un chico, sentado en un banco, sujeta entre las manos su rostro, apoyando los codos en sus piernas. Parece que llora. Llora.

Una alfombra que no ha perdido las antiguas costumbres, fustiga el aire. Lengua asomada a la ventana, como aquella lengua de mi carpeta.

La mañana era casi como ésta.

Y otra mañana, ya perdida, ha dejado sus cristales rotos.

El último temporal lanzó sus tiburones sobre la barandilla, la dentellada expuesta me presta su simbología.

Aspiro hondo. El aire tiene sabor salado. Mi hermano sigue sentado en un peldaño de piedra junto a un caldero con flores. Sus ojos sobre el mantel sonríen.

Sobre el faro se posa un destello, un guiño de sol indeciso.

Un sólo nombre para Raúl, en dos, partido. El que hiere y el que calma.

Desganada, rompe una ola, se estira lentamente como una gata.

“Algunas veces, la niebla de Londres, me recuerda a aquella casa de muebles fantasma. Silvia viene a visitarme el próximo fin de semana.”

Stop.

Prohibido el paso.

Cuidado con el perro.

Peligro. Peligro de muerte.

Contraste. Sobre el horizonte marino, límpido, el cielo, plagado de matices. Sobre el interior, al oeste, se forma una capa gris oscuro como una enorme madeja de lana sucia.

Dos hombres de trajes oscuros bajan de un lujoso coche. En la puerta del café, al que van a entrar, se disputan la amabilidad de cederse el paso, como está fresco y sus trajes no son de invierno, se deciden pronto. Entra primero el más bajo, el que conducía el coche.

“Te mando una foto de Albertito, todos dicen que se parece a mí, yo creo que se parece a mi padre.”

Los autobuses escolares comienzan su recorrido. En algunos asientos, niños dormidos.

Sigo con la mirada los dos sabores mezclados del cielo: despejado y presagio de tormenta. Quiero que llueva, quiero una tarde recogida entre los silencios y las frases de Raúl y mis paréntesis de ti. Quiero a Ron enroscado en el sofá a los pies de mi hermano. Quiero un aparte como de siesta desvelada, a la deriva del pensamiento.

Se han despertado, la ciudad y el mar. Algunos transeúntes optan por el presagio oscuro de las pesadas nubes del oeste y ya portan paraguas.

Estoy a la altura del desplome adolescente. Las coordenadas exactas en donde se arrepintió la niña y no tiró su cuaderno íntimo. Me asomo serena. Aquí el mar insiste, salpica y promete elevarse cualquier día y saltar. La niña dejó de llorar y caminó de vuelta con el diario que olvidaría. Y fuiste tú, abuela, quien dejó en el final de sus páginas esa minúscula ramita de hinojo.










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