domingo, 29 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXXII

A la escala de sombra acude el sonido del cristal quebrándose. Las gotas de lluvia instaladas allí, como si formaran parte de la textura del vidrio. Y el oleaje repentino levantando enaguas blancas y tendiéndolas sobre las rocas. Todas las páginas blancas y todas las noches de puño y letra. Un sol flaco, lamiendo sin fuerza el pavimento. Una, dos, tres. Y de nuevo una, dos, tres. El nudo. La garganta, desfiladero de voz interrumpida. Los pies torpes, el falso equilibrio rodeando la playa y otra vez una, dos, tres. Sin continuidad. Tan herida la curva del paseo, tras los oscuros cristales insignia.



La consigna era pensar, y su tiempo, un tiempo destituido.

Amanda mete la ropa de segunda mano y la peluca en una bolsa de basura negra. Ata la bolsa, coge las llaves del coche alquilado y sale de la casa. Al cerrar la puerta, comprende que todo es distinto.

Tira la bolsa en un contenedor de camino hacia el coche.

Vuelve a sentir esa sacudida interior, que no pudo atender cuando se dirigía al aeropuerto, en el momento de ponerse sus gafas. Y sale del aparcamiento intentando oír el susurro apenas audible de ese llamado.

El tráfico es denso. No tiene excusa con que evadirse. Detenida en un semáforo, repite el gesto de las gafas mirándose en el espejo retrovisor.

Regresa el llanto. Regresa y la expulsa a la orilla opuesta del engaño. Sismo. Cuando la luz verde pone en marcha la procesión metálica, decide apartarse y buscar un sitio donde parar un rato.

"Querido diario: Vampi también me quiere".

¿Quiere a Alberto? Lo quiere. Aunque tal vez no lo haya mirado nunca como Alberto miraba a la chica que estaba con él. Y busca otra mirada desalojada.

Está tan confusa. Esa confusión es lo que la devuelve continuamente al llanto. Mira, sin remedio, lo que no había visto hasta esa mañana y comienza a entender. Duele. Duele, haberse estafado de esa forma.

Pero comenzar a saberse es comenzar. Decide afrontar las urgentes responsabilidades, entre las cuales está su hijo, y aferrar ese hilo verdadero en cuanto pueda permitírselo.

Espera unos minutos más, distrayendo la mirada entre las personas que caminan por la calle, los locales comerciales y bares y, más tranquila, reanuda la marcha.

Devuelve el coche, paga en efectivo y coge un taxi hasta su casa. Allí coge su coche y conduce hacia la casa de sus suegros. La esperan para comer.



 
 

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