domingo, 22 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXIX


El vuelo de Alberto salía a las 10h. El día anterior, Amanda, compró una peluca, algunas prendas de ropa en una tienda de segunda mano y alquiló un coche.

El viaje a Londres era cierto, existía el billete, lo había comprobado.

Alberto salió a las 6:30h de la casa, tenía que recoger un informe en su despacho antes de ir al aeropuerto. Amanda tenía apuntados los datos del vuelo. Salió de su casa a las 8h. Irreconocible. Había dejado el coche de alquiler detrás del edificio, en la calle paralela.

Una vez dentro del coche, se miró en el espejo retrovisor y se colocó las gafas de sol. En ese instante sintió una especie de sacudida interior, un reclamo codificado que no podía atender. Introdujo la llave en el contacto y arrancó.

Llegó al aeropuerto con antelación suficiente como para contemplar, a través de los cristales, los aterrizajes y despegues. Pensó en viajes de recreo y viajes obligatorios. En extensos trayectos y trayectos cortos. En los lugares conocidos y en tantos lugares desconocidos. En la magia de esos aparatos elevándose y burlando la gravedad. En adioses y bienvenidas. En la alegría de algunas partidas y en la tristeza de otras. En la expectativa y en la decepción. En las distancias reales y en las distancias intangibles. En las huidas. En los reencuentros.

Después paseó por los pasillos del aeropuerto, observando a los viajeros y sus equipajes. Elucubró sobre recorridos más o menos largos en proporción al tamaño de las maletas.

Entró en una de las cafeterías, tomó un café y fumó un par de cigarrillos. No sabía con exactitud si su nerviosismo se debía a lo que podría descubrir o a la acción que estaba llevando a cabo. Nunca se había imaginado disfrazada, espiando a su marido. Su razón, evitar acusaciones y mentiras defensivas, no la salvaban del siguiente paso. Si finalmente estuviese en lo cierto, si Alberto tuviese una amante, qué haría. Hasta ese momento no se había planteado las consecuencias de tener entre sus manos la verdad.

Por la tarde había quedado en recoger al niño en casa de los abuelos, el día anterior no había querido volver y los abuelos insistieron en que lo dejara hasta el día siguiente. Y era el día siguiente. El niño la hacía dar un salto hacia lo aparentemente estable y la obligaba a postergar la cuestión sobre esa posible verdad, que descubriría o no, esa mañana.

Salió de la cafetería y se dirigió hacia la salida de los vuelos a Londres.




Lo que aparece en el rostro de la mujer de la azotea es una sonrisa. Un gesto comprensivo con el tiempo que se ha ido. Una disculpa a sus errores y a los de quienes compartieron su vida.

Más liviana, respira el aire tibio desde una nueva línea de salida.
 



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