La mala racha había establecido un código de presencia,
ungido por un misterioso reloj y calendario,
que metódicamente ejercía sus catástrofes.
En un simulacro de serenidad, la mano se abría,
señalando una detención que era burlada constantemente
y la sombra del dolor caía pesada. Nada podía detener
ese juego de apariencias siniestras, en donde tijera,
hilo, trapo y muñeca, adquirían un valor impreciso
en el mercadillo de las confusiones.
Hubo una apuesta sobre la piel de la vida.
Hubo un silencio profundo y cavó un abismo inesperado
de desobediencia ingenua. Hubo
una maestría consentida, un control de brisas y emociones.
Hubo una colocación contraproducente de espejos feriales
en el ojo de la mente de los visionarios. Hubo un recreo
de recreaciones pavorosas. Hubo nombres femeninos y masculinos.
Hubo una increpación a los colores y a los días,
como si jugaran a cambiar las estaciones.
Languidecía la paleta, el pincel y la acuarela,
difuminando mar, arena, montaña, sol y ocaso
teñidos de colores falsos que ya nadie sabía.
El corazón de los niños, rojo, rosa o amarillo,
desteñía un verde oliva de aperitivo, de mediodía con caña,
vermouth y panchitos rancios. Las nubes
que dibujaban las madres en las paredes de sus habitaciones,
lanzaban afilados bríos de tormenta en lo que se suponía cielo abierto
y despejado. Todo, del color de los iconos manipulados.
Hubo una verdad desmedida en quien supo que el amor mentía
y vendía sus besos al diablo. De entre tanto pasaporte a ninguna parte,
concluyó en el último viaje, dando puerta a los Ulises y Penélopes,
turistas de la Ïtaca desmoronada en el azogue de las pesadillas.
Si hubiese que viajar a alguna isla, decía el corazón atorado,
iría a una desierta y volvería a inventar a Viernes con mi mentira.
El corazón atrapado en la celda, repetía, me quedaré en la esquina afilada
hasta que su estigma sesgue el pálpito
y el sol seque ese mar de lágrimas sin balsa ni salvavidas.