miércoles, 9 de junio de 2010

En el disparatado banquete de Isis (entretenimiento).

(Me sumerjo, recojo la invisible parte y tras la inmersión, sin comprender(me) bien todavía, invierto el camino, antes de reelaborarlo)

A esta hora, bajo un cielo salpicado de nubes, emerge en su ficción un convento de clausura venerando un rancho apenas comestible, austero y asceta, baile de cucharas que ingresa en las virginales bocas del silencio, previa concesión de bula a través de la plegaria. Mientras el soliloquio al que asisto, tesela a tesela, conforma un mosaico algo abstracto de retazos imaginados, entrelazando su aliento de ejercicio verbal con unos cuantos bocados de realidad ya digeridos.



Al borde de la obligación culinaria, ese objetivo ministerial cuya existencia sustituye al sentimiento, el claustro pierde su hálito enfermizo de tanatorio, eximido de sus cadáveres por una vehemente fragancia a lejía.

(Las hormigas, no obstante, se resisten y reiteran el trazado de su sendero con sus correspondientes afluentes.)

Un segundero, péndulo de un corazón extraviado, busca los gruesos calcetines que caminaron en un tiempo, cuyo mérito consistió en escudarse contra el invierno y lo logró, aunque no haya podido borrar ciertas neblinas arraigadas en la mirada, disparándose hacia los dibujos liberadores que alteran los cielos.

El ánimo roto de la noche se extendió en la mañana, con su aroma de farolas mustias y callejones sin salida. La luz despertó en la triste cintura vacía, replegando falsos motivos y aceptó los escasos cometidos que la respiración le otorga.

La primera señal viaria que contuvo a la noche fue la sonrisa sobre el metal helado, atravesada por la oportuna franja roja. “No aparcar aquí carcajadas de carga y descarga”, traduje arbitrariamente. Una escalera que subía al cielo en algún punto de la ciudad fue cayendo peldaño a peldaño como la algarabía de la aurora en la punta de los atascos. No había entradas para el baile de zombies y nos conformamos con el cuerpo de jota de seguridad ciudadana desfilando a deshora. El oro y sus burbujas, aún así, dejaron una limosna de nostalgia y puesta al día en la mesa de los convidados de piedra. También el exquisito sabor de tierras lejanas y atávicas tocó con su varita mágica las papilas gustativas, condenadas al destierro por la autoridad incompetente de algunas dietas emotivas. Y entonces surgieron nombres exóticos sobre el caos que organiza el pensamiento en los débiles intersticios de cualquier conversación. Llegó flotando en el aire ardiente del topónimo, el nombre de Jamal con su chilaba de rayas celestes, apoyado contra la pared, disimulando una inquietud pudorosa en la entrepierna del entusiasmo. La noche, a salvaguarda de la ficción, eran sus ojos en el margen de las anécdotas que brotan de una crisis vertiendo opiniones domésticas e inexpertas. La muerte del maullido ronroneó entre el arroz y los rollitos de hoja de parra. Gato Adán, lamiendo y olisqueando los encajes que la luna arrastra sobre los tejados: animales de compañía, ignorantes del pecado original que nos expulsó del paraíso, condenándonos a parir con dolor cada verso de nuestro vientre. El índice del libro que se abre frente al amigo nunca está planificado, por eso se coló la incertidumbre laboral, mientras deseaba probar suerte en un espejo con un sari azul añil y bordados de plata del plenilunio aquel, después de haber pasado por la pertinente sesión de rayos (y centellas) UVA. También me hubiese gustado que el sonido de una serie imperfecta y consecutiva de brazaletes, casi hasta la mítica calle del Codo, amenizara el movimiento del tenedor recogiendo granos de especulación inmobiliaria.

(Almas perdidas en un desierto nocturno de voces que repiten el eco transgredido, como “ninots” extirpados de su falla sobre el vehículo que los trasladará al destino señalado.)

Hubo una luna sin discusiones, que también este mes ejerció puntualmente su influencia sobre la tierra. Lo atestiguan devociones diversas inscritas en el calendario de los astrónomos y sus mareas vivas. O resucitadas. O reencarnadas en la corriente alterna del oleaje.

Las figuraciones y figurantes en el mundo, tienen una repercusión distorsionada en el imaginario de la letra, de tal forma que todas las imágenes son objeto de refracción y ecuaciones sorprendentes e inesperadas. Creo que ahora el peso de la fantasía ronda los “prohibido el paso” de un diario apócrifo y gesta una situación asombrosa de azares incontrolados. Conjunciones estelares de nuevo y una codificación epidérmica que burla la maquinaria de lo establecido como criterio riguroso. Embalsamar hechos fantásticos no sirve de nada, salvo para confirmar que la palabra taxidermista es una certeza misteriosa cada vez que se pronuncia. Despertarle con brusquedad la tregua al estado crítico de la palabra es un riesgo, que requiere haber asumido las consecuencias o al menos haberlas intuido. Sobre todo es de temer que se apolille ese vestido de mediocridad balsámica con que “esa loca” cubre sus “vergüenzas”. Y dado que jamás tuvo vocación de “estriper” puede resultar algo torpe e ingenua en el acto de desnudarse al compás de una banda sonora demasiado violenta.

Así pues, rebelándome contra el típico “jesusitodemivida”, deuda contraída en cada fractura de las noches, amalgamadas con los insomnios involuntarios del cautivo o del náufrago, aterricé en el menú ferviente de las ceremonias invocadas por la reencarnación del deseo y sus balbuceantes latidos. Y a pesar de todo quiero decir..., digo...

Amén.



(Se titula "Bicho con gorro contemplando la luna", de yo misma)




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