martes, 20 de julio de 2010

SIN DIARIO IX


Amanda deja correr el agua caliente por su espalda e intenta recuperar los poros afilados de aquella noche. Son las 8h. En el pasillo suena el teléfono y su madre contesta. Diga, diga, diga, diga... La oye colgar y decir algo entre dientes. Golpea en la puerta del baño.

-¿Todavía estás ahí? Si no te das prisa perderás el autobús de las ocho y veinte.

Amanda cierra el grifo de la ducha como si se acabara de despertar de un sueño muy profundo y sale rápidamente. No puede, por nada del mundo, perder ese autobús.

A las 8:10h el teléfono vuelve a sonar. Amanda corre hasta el teléfono y descuelga. Hay alguien al otro lado, alguien que no dice nada. Ha dicho diga una sola vez y se ha detenido escuchando la respiración, es una respiración tranquila, no parece que sea uno de esos tipos que suelen jadear mientras se tocan. Pregunta una vez más, diga. Sigue sin contestar. Cuelga y recoge sus libros.

-Me voy, hasta luego.

-Hasta luego.

Lleva el dinero justo del billete en la mano y la mano cerrada en el bolsillo, toma esas precauciones para que el temblor de su mano no sea advertido. Sube al autobús, mientras una docena de vaqueros cabalgan sobre sus libros apretados contra el chaquetón. Se niega a mirar, sabe que está porque le fallan los pasos y se esfuerza en conservar el equilibrio. Se aferra con fuerza a la barra y entonces gira su cuello unos centímetros y mira. Al fondo, en uno de los asientos, con gafas de sol, a pesar de las nubes cubriendo la ciudad, mirando hacia la calle, lo ve y ve cómo en sus labios se forma una leve sonrisa.

Amanda, busca una posición menos complicada y logra reposar su espalda sobre los cristales y sujetarse con una mano a la barra vertical. No hay ningún asiento libre.

El trayecto es corto, unos veinte minutos, son los veinte minutos más veloces del día. La distancia que separa al muchacho y a Amanda, dentro del autobús, está cargada de imanes. Ella simula entretener sus ojos en la gente que ocupa los asientos a su alrededor, cuando lo que realmente hace es buscar un camino que aproxime su mirada hasta donde está él. Y siente, sólo eso, siente. Vuelve a estar en aquel instante encapsulado, desaparece todo y solamente quedan ellos dos. En eso se han trasformado sus viajes en el autobús que la lleva a clase, en un sueño repleto de sensaciones que se repite cada mañana. Y cuando llega a su destino se divide, la que es sigue viaje con él y sólo baja la que no tiene peso, una que sabe y repite de memoria la mecánica rutinaria de la supervivencia.

Amanda ha pulsado el timbre solicitando la apertura de la puerta en la próxima parada y antes de apearse vuelve la vista hacia el muchacho que continúa mirando hacia la calle. Él acerca una de sus manos a su boca y la muerde despacio.



Y aquel gesto enarbola una bandera de algún país inexistente en el vientre del estío en el que dormita el presente.



Amanda camina hacia el Instituto agarrada a sus libros, barriendo con la vista la acera y contando baldosas, como si eso devolviera el ritmo normal a su respiración. En la entrada del Instituto, al tiempo que sube las escaleras, sube hasta su boca la mano derecha y muerde despacio la piel que regresa al silencio.

Cuando entra en clase, Teresa, desde el fondo del aula percibe algo que su amiga no le ha contado. Detrás de Amanda entra el profesor y ella se sienta al lado de Teresa.

-No te lo he contado todo. Hay algo más.

Teresa la mira con cierto asombro y Amanda sonríe de pies a cabeza.



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