jueves, 5 de agosto de 2010

SIN DIARIO XVII


El despertador suena a las 7h. Amanda mira las gafas, sobre la estantería, compradas la tarde anterior y no sabe si superará la timidez de esconderse tras sus cristales oscuros. Jamás ha usado gafas de sol y menos cuando no luce el sol. Duda del resultado de ese nuevo complemento y sabe, eso sí lo sabe, que en cuanto suba al autobús y vea a Vampi, las gafas no cubrirán su enrojecimiento. La idea de un pasamontañas completando la máscara no es sensata.

A las 7:45h está en la ducha. El teléfono suena en el pasillo, esta vez más pronto y responde su padre. Está atenta, lo oye mascullar, nadie responde. Se da prisa en terminar su aseo y sale del baño, si no fallan sus cálculos sonará de nuevo pasados diez minutos y quiere ser ella quien conteste. Tiene un presentimiento.

Toma el colacao y las tostadas como si no hubiese comido en veinticuatro horas, devorando. Su madre, que siempre le llama la atención por su lentitud desayunando, le dice que si sigue tragando de esa manera se va a atragantar.

Está cerca del teléfono, con los libros, las gafas y lista para salir. Al primer sonido levanta el auricular. Diga, espera, diga, espera, diga, espera y cuelga. Oye la respiración y algo parecido al sonido de expulsar aire con más fuerza, como si estuviera fumando.

Lleva las gafas escondidas en el bolso. Si su madre o su padre la vieran ponerse esas gafas de sol en un día completamente nublado, pensarían que se ha vuelto loca de repente.

Mientras baja las escaleras hace otro cálculo con respecto a las llamadas y hasta que llega a la calle no vuelve a sentir el miedo de parapetarse tras las gafas, dejando al descubierto sus mejillas, siempre delatoras.


Noche, y vaho en el espejo pasado y, sin espejo, el presente en la terraza, alzada sobre los tacones durmientes. Las manos adultas de Amanda toman por sorpresa, y con todo su asombro, la indeleble huella.

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