jueves, 19 de agosto de 2010

SIN DIARIO Y CON DIARIO XXVI




Frente a la barandilla de la azotea ya no están los edificios de Madrid. Amanda ha abierto la botella de cava y ha llenado media copa.

Dos gaviotas planean en el cielo azul y, en picado, descienden sobre el mar.

Hace frío, aunque ella tiene fiebre.

Y un dolor sometiéndose al oleaje manso lamiendo las rocas.

Contempla el ritmo del mar. Sabe que la frecuencia de sus latidos ha descendido tantos peldaños en esos días, como los que ha subido su temperatura. Tiene una enfermedad de síntomas inclasificables.

Quiso tirar su diario desde el mirador, que todos sus sentimientos naufragaran.

En el último instante, introdujo la llave, lo abrió y leyó una página fechada en un día de sonrisas. No pudo tirarlo.

Todo aquel peso, ese saco de piedras sobre su esternón, la arrastró hacia el suelo. Y se convirtió en un torrente, en una convulsión fuera del mundo.

A su lado la sombra que ya no dice nada, la sombra sin sombra que la acompaña.

Hace un mes que no ha escrito ni una sola palabra en su cuaderno íntimo y por eso quería tirarlo. Hace un mes que no va a clase. Hace un mes que no está segura de existir. Cree que sí porque se está muriendo de pena y alguien que se está muriendo todavía existe.

Nunca había imaginado tanto llanto, tantas horas de agua por todas partes, lluvia, océano, depositándola en su isla, como esos objetos que llegan a la playa, restos de un hundimiento o de un abandono.

Poco a poco recupera el aliento y, con el rostro mojado, su diario en la mano, intenta levantarse del suelo. Tiene que intentarlo un par de veces, le faltan fuerzas.

Esa noche escribe.

Querido diario: discúlpame. No estoy. Se me rompió algo. Soy palabras sueltas en el fondo de un costurero, necesito encontrar el hilo que ata o remienda. Mi mano puede, mi corazón no.

No quisiera incumplir de nuevo una promesa, no te digo hasta mañana. Tal vez mañana no sea otro día, sino este mismo conspirando contra la cordura y contra todas las letras de un abecedario, que sólo me sirve ya para armar mil veces una sola palabra: ausencia.

El último sorbo de cava cruza la mirada de Amanda con la trayectoria de unas luces parpadeantes. Es un avión y la remembranza de una despedida.



 

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