lunes, 6 de diciembre de 2010

XLIX




Me abrió el despropósito en tu rostro, la pose decaída y una mal esbozada sonrisa, rodeada por el descuido de tu barba. El apartamento estaba helado y olía a perro muerto. Había ceniceros llenos de colillas por todas partes, platos medio llenos de comida, botellas vacías dispuestas a rodar en cualquier momento hacia el precipicio de la imagen que contemplaba. Tengo frío, te dije, y fuiste hacia un camastro en la esquina de la habitación, sacaste una maleta de debajo, la abriste y cogiste un jersey azul. Es lo mejor y lo más limpio que tengo, dijiste al dármelo.

No contestaste a ninguna de mis cartas, luego te mudaste y durante un tiempo te perdí la pista. Creí que era lo mejor, Vampi, no podía soportar la situación, mantener contacto contigo, hubiese resultado muy doloroso para mí. Me cambié de casa cuando Alberto y yo nos casamos. ¿Y qué tal?, preguntaste, en un tono desafiante y dolorido al tiempo. ¿Qué tal tú?, te respondí, desenvainando el tono al que me inducía el tuyo. No éramos culpables ni tú ni yo, y sin embargo, había cierto rencor indefinido.

Me separé, dijiste a bocajarro, y me voy del país por un tiempo. La idea anterior fue el suicidio, una estupidez. Pensándolo mejor, coincidiendo con una oportunidad inesperada, acepté una propuesta de trabajo. En estos años, he sido todo lo buen padre que pude y el compañero que dadas las circunstancias podía ser. No hubo amor, respeto y algo de cariño, el niño nos unió. Seguiré en contacto con él, al fin al cabo, de alguna manera es mi hijo y soy el único padre que conoce.




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