jueves, 26 de agosto de 2010

SIN DIARIO XXXI



Amanda es pelirroja y cuando entró en el servicio del aeropuerto, se hubiese bautizado con un nombre exótico, seguido de un número, como en las películas de espionaje. Se ha situado en un lugar desde el que divisa la entrada sin ser vista. Fuma. Mira el reloj.

En el espejo se ha visto y no se ha reconocido. Aunque la misma sensación extraña que acompaña a todo su plan, le puede estar jugando una mala pasada. Quizá no se reconozca en la acción y esto la induzca a no reconocer su aspecto físico.

Por los pasillos aumenta el volumen de gente, los tamaños de las maletas y sus variados colores. Fragmentos de frases, al pasar, en diferentes idiomas.

Ve a su marido bajando de un taxi en la puerta. No cierra de inmediato. Su cartera con el portátil, piensa, la ha dejado en el asiento y tiene que recogerla.

Una pierna larga asoma... Por encima, sobre las dos piernas ya, la chica rubia, joven, impecablemente vestida, muy guapa. Sonrisas.

Alberto entra en el aeropuerto con su "informe" cogido de la cintura y un rostro que no le había visto.

Está enamorado, pensó. Y sin miedo a derramar su propia sangre sobre el suelo, sigue observando, en busca de un convencimiento total y necesario.

Los pierde de vista, sin explicarse aún la capacidad de su marido para mantener un simulacro de normalidad, mientras, ha sido testigo de ello, en su pensamiento hay otra mujer.

Camina despacio hacia el parking. Entra en el coche con una edad inadecuada, una edad sin llanto propio. Y sin embargo llora. Es, por supuesto, el llanto de la derrota, pero también es un llanto sin reproche y no sabe por qué... No sabe por qué ha huido la rabia que debería sentir. Es la estafa lo que impulsa el llanto.

Seca sus lágrimas y sale del parking. No tiene tiempo de analizar lo que le está sucediendo. Supone que es así cómo ha ido ocurriendo sin percibirlo, el tiempo y sus obligaciones, aplicando capas sucesivas de maquillaje que no se borran nunca del todo.

Conduce hasta su casa con el cansancio de una jornada cargada de trabajo. Imagina lo que está viviendo su marido con esa chica que le devuelve una ilusión renovada y siente envidia. De alguna forma, sin tomar plena conciencia de ello, le gustaría estar en el lugar de él y emocionarse. Sonreír como le vio sonreír a él, mirando a alguien. Piensa así y se sabe perdedora.

Envidia también la rabia, la furiosa reacción que la hubiera hecho, primero, bajar de la habitación del hotel con la caja y el bolígrafo de su amor clandestino en la mano. Y, segundo, quisiera que el dolor la hubiese disparado hacia la puerta y hacia la pareja entrando, haberse encarado con la traición en ese mismo instante.

Pero necesita tiempo para pensar.


Rojos, los zapatos sobre el enlosado gris salpicado de charcos lunares y la barandilla trazando una escala de sombra.
 

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