martes, 30 de noviembre de 2010

XLVIII



23:00h- Alberto se ha ido, creo que definitivamente, en el fondo ambos lo sabemos. Nos pesa y nos cuesta admitirlo.

Es el primer día que el pequeño y yo estamos solos. La mañana me partió el corazón. Albertito jugaba a buscar a su padre, algunos días él se escondía y el niño buscaba en los sitios más inverosímiles. Esta vez no ha sido un juego. Reprimiendo la tristeza y el llanto le mentí, a los niños, a veces, no queda más remedio que mentirles, hasta que estén preparados para la verdad.

He pedido un mes de vacaciones sin sueldo en el trabajo, quiero paliar de algún modo lo que supondrá la ausencia de su padre. Sé que no es lo mismo, es lo único que se me ocurre. A lo largo de este mes, quizá se resuelva la situación.

Anoche recuperé la olvidada costumbre del diario, me ayuda a comprender y me acerca a lo más recóndito, a lo más oculto de mis emociones.

Aparece V. El celuloide guardado gira delante de mis ojos y muestra imágenes habitualmente ignoradas. No es que haya extrañado la presencia hace tiempo perdida.

Teresa te mencionó el otro día. No se lo conté, nunca supe hasta dónde estaba autorizada a divulgar tu secreto. Nunca supe tampoco cómo me localizaste en aquella ocasión, hilos misteriosos como flecos de algo inacabado. Fue tu hermana quien me llamó: "V está mal, le gustaría verte". Y sin pensarlo fui, apenas colgué el teléfono.

Ya no estás abuela. ¿Estoy yo? ¿Por qué viene otra vez el mar a ahogarme, con su recuerdo pulido? Me tiembla el pulso y no sé si salgo a la calle o al túnel en el que aún estoy.


domingo, 28 de noviembre de 2010

XLVII



04:00h- Tictactictactictactictac...

Abuela, me dejaste un corazón enorme de metal. Desde la cómoda, bajo un punto de luz tan pequeño como misterioso en su procedencia, emite sus esforzados latidos. El reloj de V en una muñeca de porcelana. La muñeca reparada, de cabeza fracturada, que también guardas en el bául junto a las pastillas. ¿Has visto, todavía tengo la muñeca que rompiste cuando eras pequeña? Perdóname, muñeca sin nombre de mirada inmutable, si hubiese sabido cuánto duele que te rompan, habría tenido más cuidado.

Salgo al pasillo frío, con el camisón blanco de franela que me prestó la abuela. Dice que mis pijamas de algodón frío no abrigan nada. Su ternura me condena a desenroscarme varias veces en la noche, cuando ya no puedo dar otra vuelta en la pesadilla.

Fantasma en dirección a la cocina. La sombra tiene sed, ha derramado tanta agua... El pasillo no está silencioso, un habitante sonoro lo puebla, el leve ronquido de la abuela. Un único signo de vida, la soledad es por ello más contundente. Como el tictactictac del viejo despertador.

Este frío intenso, la blancura de los azulejos, la luz fluorescente y el maltratado diario con un vaso de agua. Casi viva, en este simulacro de depósito de cadáveres y su asepsia.

Hoy quise ahogar todas las palabras que te recuerdan. La rotonda del paseo era nuestra plaza y su patíbulo. Desde el escaparate de aquella acera, donde me abrazaste para deshacer todos los abrazos pendientes, me mira el maniquí de labios carnosos y entreabiertos a punto de decirme que no es verdad ese día, que ese calendario era falso, que busquemos el verdadero... Pero el maniquí que me miraba desde su escaparate no dijo nada y tuvimos que someternos al calendario falso.

De pronto, como si el látigo de los dioses marinos se agitase iracundo, las olas fustigan a las rocas y casi alcanzan a la barandilla. La línea del horizonte se tambalea y me caigo, con el diario abierto y un discurso de lágrimas mudas. Este dolor no vale de nada. Alrededor todo sigue. Las parejas, que no somos nosotros, continúan besándose a pesar de todo. Tan sólo nuestro pequeño mundo se ha partido en mil pedazos.

Y yo que lamentaba el despiste suicida de una mosca, maldije al retoño de tus juegos con rabia y espuma entre mis labios. No me conocías y jugabas al deseo en la fiesta. Nadie habló, hasta que fuiste una parte de mí, hasta que la separación significó mutilamiento. Las continuas exigencias provocaron la confesión de la madre, el niño que amamanta es tuyo, dijo, y vinieron a buscarte. Y a ti los niños te derriten el alma, no soportarías su desamparo enturbiando tu vida.

No podré conformarme ni consolarme con las cartas prometidas. El niño que paseará de tu mano, quizá no merezca la mentira de un sentimiento que se mantiene a través de correo ordinario.



 
 

sábado, 27 de noviembre de 2010

XLVI



03:00h- O'clock. ¡Oh, cloc!

El pez hambriento muere. Ha desvestido sus escamas sobre la noche y la luna, me despierta clavándome sus espinas donde antes anidaban aves. Pez agallas. Debo tenerlas, dicen. Y a cal y canto, encierro la destreza y miro, sólo miro, cómo el pez expulsa las burbujas de las horas. La oscuridad, líquido amniótico. No quiero nacer de nuevo, sabiendo que no estarán tus brazos.

Ella siempre ha respetado estos silentes renglones en cautiverio. Ella sabe qué es estar rota y golpea despacito, con nudillos de algodón, en la puerta, para no asustar la brizna de vida. Muchas veces no le respondo, como si estuviera dormida en el lecho más lejano, ella sabe que no es así. Y diluye la insistencia, aleja sus zapatillas con su diminuto cuerpo, hasta que toma las armas del menaje en la cocina, haciendo llegar a mi cueva subterránea una señal de continuidad que aún no puedo permitirme.

Dice que he crecido mucho en estos dos meses y me mide contra una pared de recuerdos de mi infancia. Dice que mi voz es como la de una mujer, diciendo adiós desde el muelle al barco infantil.

Y yo sigo mondándome la piel de escarcha que dejó tu adiós y tus lágrimas, sin la capacidad de pronunciarte. Porque tu nombre llega siempre en un sobre lacrado y nadie se atreve a abrirlo. Sólo la madrugada desierta juega con murmullos interiores y dibuja claridades transparentes en la vigilia negra del cuarto. Eres agua escurriéndose desde dos vértices que ya no pueden verte.

Mi sigilosa abuela ha trazado un plan de paseos y fruta fresca, de verduras y legumbres. Lo explica fervorosamente atenta a los precios, mientras revisa los cajones en el mercado, a veces acompañada por mi sombra. Dice que a mi edad no se toman medicinas, ha guardado las pastillas que me recetaron en un baúl y después pasó la llave. A tu madre no le digas nada. Si no le digo nada a nadie, abuela. Bueno, ya sé que últimamente no hablas mucho, sólo escribes y escribes, como si le debieras carta al diablo. El aire del mar te hará bien. Quieres que te acompañe, hoy está muy sereno, como si le hubieran pasado la plancha. No discute mi gesto negativo, ni mi gorra hasta las cejas, ni la bufanda por encima de la nariz, ni las gafas oscuras que me pongo antes de salir sola.

El pez intenta respirar fuera del agua y trata de creer que la noche oscura es un océano. Se propone una ruta de transatlántico, una huida del caparazón apretado y solitario.

 
Te juré que me moría y lamento faltar a mi palabra, mientras escribo que quien nos prohibió el retorno es un asesino. En la plaza bendita, en la plaza maldita. Cara y cruz de la moneda que se nos oxidó entre las manos.
 
 

jueves, 25 de noviembre de 2010

XLV


Bajo el reflejo de la luna, los balcones muestran sus sedientas bocas. Insomnio en las ventanas del estío.

Amanda descalza de nuevo sus pies y piensa en llaves. La llave que la encerró aquel otoño. Y duele. Busca un punto de color entre los parpadeos dorados del horizonte. Deposita aquel dolor sobre su regazo, como si fuera un niño perdido que necesita consuelo. Y las llaves que imagina, la simbología de las mismas, tienen ahora su poder renovado.

Vampi, llegó aquel día triste y sin lluvia, plagado de plomo, con el rostro de una máscara herida, el gesto que no había visto hasta entonces. Se quitó las gafas, descubriendo una mirada torturada y la abrazó con desesperación y llanto.

Noticia y desgarro. Amanda siente la fractura de aquel tiempo, el instante desarmado por un destino burlón. Seca las lágrimas del niño perdido y pasea descalza sobre el enlosado tibio. El suelo parece que lastima, los pasos se tornan nerviosos.

Vampi se despide y desde las azoteas aúlla el animal acorralado durante todos esos años. La joven Amanda enmudece y gira vertiginosamente hacia el centro del infierno, mientras las lágrimas de Vampi se posan sobre su hombro, como una legión de ángeles muertos. No sabe. No oye. No ve. No es. Entre sus brazos comienza a contraerse en la amargura y se quiebra.

Recorre la distancia que la separa de la mesa y coge un cigarrillo.

Después están sentados en la plaza, la misma que los vio besarse por primera vez y ella se pregunta cómo llegaron hasta allí. La gente pasa, pasean por una ciudad ajena a la tristeza de ellos. Vampi es congoja y cansancio, el llanto le ha agotado. Ella siente que sus arterias se petrifican. Él suplica que le diga algo. Ella tiene una boca vacía, las palabras que eran suyas, de ambos, han sido sustituidas por un puñado de arena y todo lo que podría decir se almacena en algún rincón al que no llega, mientras las tenazas del espanto destrozan su garganta. Necesito llorar, Vampi, dice ahogándose, en un susurro, pero no puedo, me muero, te juro que me muero.


En la plaza, el tejido minucioso de la muerte. Y piensa Amanda, que es allí donde quizás resida la resurrección.

domingo, 21 de noviembre de 2010

XLIV


Llovía como si hubieran hecho agujeritos con un alfiler en el cielo nublado . El autobús iba lleno, pero su asiento no estaba libre y el de Vampi estaba ocupado por un señor con boina y bigote. Sorteando espaldas, bolsos, mochilas..., encontró a Vampi cerca de la puerta de bajada.

Aquí no se puede respirar. ¿Nos bajamos en la próxima y cogemos el siguiente? De acuerdo, toca el timbre, lo tienes detrás de ti.

Esta noche soñé contigo, le dijo ella, mientras bajaban. ¿Y cuándo me lo vas a contar? Ahora. ¿No tienes clase? Hoy no. Perfecto, una mañana de lluvia con un sueño por delante, vamos a tomar un café con porras.

Se apearon de la mano, como quien se baja de una barca que surca un río aburrido. Sin paraguas, desafiaron los hilos de lluvia persistente y a tramos de inquietud corrieron y caminaron, cuando sin resuello se miraban y reían.

Entraron en un café con mesas de madera y mármol, donde los cristales estaban empañados y al sentarse contemplaron en silencio, recuperando el ritmo de la respiración, las formas difuminadas al otro lado del ventanal. Amanda pidió dos cafés y una de porras para los dos, desde la mesa.

Pareces contenta.

Tú también.

Lo estoy y estoy impaciente por oír tu sueño.

¿Y tú soñaste conmigo?

Esta noche no.

Amanda pareció decepcionada. Su rostro se ensombreció levemente. Dirigió su mirada hacia el camarero que venía con los cafés y las porras.

Ahí va, te lo cuento. Me quedé dormida después de leer la nota que escribiste en la servilleta, pensando en por qué me pedías que si no soñaba inventara. Con la luz apagada, intenté imaginar algo fantástico, no quería decepcionarte, no sabía si preferías algo así o algo relacionado con el suspense. En realidad, aunque no sea real, la que estaba en suspense era yo. Más bien en suspenso, para empezar. Me vino una imagen de caparazones de tortugas gigantes, no sé por qué. Recordé la pared en la que nos apoyábamos aquella noche, la del mordisco, jajajaja... Y regresaban los caparazones de tortugas gigantes, con esos dibujos atractivos y la sensación de que pesan demasiado para sostenerse a flote en el agua.

¿Te enfadarías si te dijera que me estás poniendo un poco nervioso?

Sí.

Vale, sigue con las tortugas.

¿No te gustan las tortugas?

Vampi extiende la porra que sostiene en su mano hacia la boca de Amanda. Ella muerde y mastica.

No tengo nada en contra de las tortugas.

Bueno sigo. ¿Sigo?

Sigue, por favor.

Pensando en todas esas cosas, y en que no había escrito nada en mi diario, me dormí.

¡Ah, tienes un diario!

Sí, me lo regaló mi prima Mada en mi cumpleaños.

No recuerdo cómo empezaba el sueño, sólo una parte. Estaba leyendo un libro raro, estaba escrito al revés y tenía que leerlo frente a un espejo. Me veía en él mientras leía. Entonces el libro desaparecía y me quedaba mirando las palmas de mis manos extendidas. En cada una tenía un ojo. Tapaba mis ojos con mis manos y aparecías tú. Me decías: "Tú no te llamas Amanda". Te contestaba que ya lo sabía. Estábamos en otro lugar, un lugar desconocido. Yo te preguntaba cómo habíamos llegado allí. Y tú me decías: "Lo que no sé es cómo hemos ido a otro sitio". Me destapaba los ojos y dejaba de verte, estaba de nuevo frente al espejo con el libro entre las manos, pero el libro ya no estaba escrito al revés. Seguía leyendo y se me cerraban los ojos, como cuando estás quedándote dormida sin darte cuenta. Tú me dabas la mano y caminábamos hacia una plaza. En el centro de la plaza había un banco de color blanco y en él estaba mi carpeta. Cogía la carpeta y apuntaba tu nombre.

¿Vampi?

No, otro. Y después el nombre de otros que iban apareciendo en la plaza. Tú te sentabas y mirabas cómo iba escribiendo los nombres de los que venían. Cuando todos se fueron, me senté a tu lado. Y tú decías: "Sé el nombre que me has puesto y no me hace ninguna gracia".

¿Qué nombre me pusiste?

Me dijiste que ya lo sabías, tú estabas allí.

¡Qué graciosa!





lunes, 15 de noviembre de 2010

XLIII


Amanda y Teresa están sentadas en la escalera delante del Instituto. Amanda le cuenta a su amiga la conversación que mantuvo con Vampi en la que le confesó la muerte de su padre y su borrachera en el mismo bar donde estuvieron.


O sea, que es un "desconchado", dice Teresa, estirando una de sus botas y alisando sus vaqueros. ¿Un "desconchado"? Sí, tía, como las paredes, cuando se le afloja la pintura. Unos nos desconchamos antes y otros después, él se desconchó antes por lo de su viejo. Eso me recuerda al mío.


Siempre me llamó la atención que el asiento estuviese libre, hasta que el otro día le vi escondiendo algo en el bolsillo. Una caca de plástico, sí, una caca de plástico. Eso guardaba en el bolsillo y es lo que ponía en el asiento hasta que llegaba a mi parada.


Es que estoy realmente preocupada, no entiendo qué les está pasando. Mis padres eran normales, Amanda, tanto que resultaban un pestiño. Que no haga ni caso, ya, ni caso. Que sí, Teresa, no les hagas ni caso. Tu madre no se larga a tomar café con la amiga, pues tú te vienes a mi casa o sales a pasear o te reconcilias con Leo y al gordo que le den. Caray, Amanda, no te reconozco, ¿has querido decir que a mi padre, "al gordo", le den? Te extrañarás tú, que vas poniéndole motes a diestro y siniestro. También tienes razón. Eso, al gordo que le den y si se pota encima, que se limpie.


En todo caso un desconchado romántico, Teresa. Y canibal. Calla, no me hagas reír, tendrías que haberte oído cuando empezaste a salir con Leo. De esa cosa con patas no he podido decir nada tan ñoño. El rencor te produce amnesia, guapa. Bah, sigue.

Por lo de la servilleta, lo digo, la nota y las condiciones, que la leyera cuando me fuera a dormir. Ya, en vez de limpiarse el morro, te pone palabritas de soñador. ¡Teresa! ¿Y qué, te has inventado algo? No le irás a contar lo que sueñas de verdad.

¿Qué te parece si caminamos un poco? En estos escalones se me está quedando el culo helado. A mí también, la verdad.

No te he contado que mi hermano Raúl le lleva flores a su hermana. Ese niño ya apuntaba maneras desde que empezó a gatear. ¿Maneras de qué? De perdedor.

Teresa y Amanda se ríen a carcajadas.

Eres una exagerada, que sea romántico no significa que vaya a ser un perdedor. Amanda, tú no te has dado cuenta de que el mundo está hecho para los tipos duros, los que no tienen corazón. Y para las mujeres calculadoras, dice Amanda.

Y vuelven a reirse.

Lo que quieres decir es que nosotras también somos perdedoras. Lo serás tú, bonita, que te estás enamorando como una Cenicienta de tres al cuarto. Yo que ya he abandonado a Leocadio, empiezo a prepararme para ser mujer fatal o una fatal mujer, que el orden de los factores no altera el producto.

¿Leocadio, no se llamaba Leonardo? Que más quisiera él, ese sería un nombre hasta glamuroso, pero, cielo, desde que se lleva mal conmigo y se hace el duro, es Leocadio. Eres una payasa. Le dijo la sartén al cazo.

A ver, aléjate un poco. ¿Qué tengo? Ponte de perfil. Teresa, no me tomes el pelo, ¿qué tengo? Me parece que te han crecido las... No seas boba, que me van a crecer. Entonces todavía no te las ha tocado, jajajajajaja...

No me puedo creer que no sepas nada de Leo. Pues no te lo creas. Mientes, te habrá llamado varias veces y le habrás colgado, te conozco. Sólo le he colgado dos veces y no ha vuelto a llamar, no soy tan pécora como crees. Ni siquiera sé por qué os peleasteis. Yo tampoco me acuerdo muy bien.

Ambas ríen.

Creo que estábamos hablando de los nombres de los niños. ¿Cómo? Una tontería. Él decía que si tuviese un hijo varón le pondría Leonardo, como su padre y como su abuelo. Y yo le dije que no sería hijo mío. Él muy serio preguntó que si no me gustaba su nombre. Le dije que a él y a su padre y a su abuelo le quedaba bien ese nombre, pero que ningún hijo mío tendría un nombre que fuera una combinación de astrología y botánica. Tú estás loca, me dijo, cómo que una combinación de astrología y botánica. Pues, Leo es uno de los doce signos del zodíaco y Nardo, que yo sepa una flor de lo más cursi y folclórica. Se puso colorado y de pronto hasta se le pusieron saltones los ojos. Estás loca, sin duda. A mí no me llamas loca por nada, le dije, acaso no es suficiente con tres Leos Nardos en la familia. ¿Y si tuvieses una niña cómo la llamarías Nenúfar? O mejor aún, Loto, por si te da buena suerte y te toca la bono idem. Me miró con cara de reventar en cualquier momento y me dijo: "Teresa, vete a la mierda". Se dio media vuelta y me dejó plantada en la calle y encima se llevó las entradas del cine.

Amanda tiene un ataque de risa, no puede parar, le caen lágrimas.

Sí, tú riéte de mí, la llevas clara, con un caníbal que encima va armado con cacas de plástico. Llevará al menos alguna pistola de agua, por si la cosa se le pone difícil y a algún guarro o guarra le importa una mierda sentarse encima, ¿no?

Amanda se arrima a la pared y no puede parar de reírse.


La mujer rompe el silencio en la altura. Se calza los zapatos abandonados y pasea sonriendo. Enciende un cigarrillo, encendida ya la alegría del recuerdo, y escucha el golpe sigiloso de los tacones sobre las baldosas. Una, dos, tres, cuatro...
 

domingo, 14 de noviembre de 2010

XLII


Alberto se fue a un apartahotel. Al niño le explicaron un viaje largo por motivos laborales y acordaron sinceridad.

Vio salir a Alberto con la maleta y la noche redobló sus horas, sopesando el silencio, como si en él hubiesen quedado prendidas todas las dudas y los desencantos. Esa madrugada, después de una infusión relajante, Amanda buscó un cuaderno y decidió poner letra de nuevo a la melodía frustrada en que se había convertido su vida.

Y escribió un camino seco de hojas crujientes como cáscaras de maní, un tiempo melancólico detrás de los visillos de la habitación. Los compañeros y amigos, la añoranza y la extrañeza entre cada verso de cada canción.

Volvió sobre la sábana prestada de la prestada cama y sus signos, como pequeñas estrellas lastimadas.

Escribió un adiós y un por qué no, si ya se ha perdido. Un abrazo enamorado y un abrazo mecido en la ternura, cerrando cicatrices. Sin pretensión alguna, fue tamizando la diferencia, al margen de los listados de ventajas y desventajas, que no suelen estar en los bordes de la vida.

Automáticamente, alumbró el nombre del padre y de su juventud y se mostró la manera de dormir entre los brazos al nombre que había sido o debía de haber sido.

Describió sobre el pentagrama desesperado cada nota de lluvia y llanto, mientras las olas rompían en una orilla desconsolada.

Y ahí detuvo el tiempo retomado, dejó el bolígrafo sobre el cuaderno y se sirvió un poco de ron con hielo. Buscó entre los discos, puso uno y, con los auriculares puestos, bebió a pequeños y espaciados sorbos el sabor amargo del amor perdido. Sin embargo, el presente confundía sentidos con el pasado y la música la invadió con un sentimiento irrescatable.

sábado, 13 de noviembre de 2010

XLI


En torno a la luna una bufanda de lana amarilla, un lazo y un nudo que se desata poco a poco con el soplo de un ser invisible.

Amanda desdobla la servilleta de papel y la deja sobre la mesa de la terraza. Desdobla su propia vida, desplegándola, impulsándola al vuelo sobre las azoteas.

"Sueña conmigo. Si no recuerdas lo soñado, inventa un sueño con nosotros".


-Es un poco tarde, pero si necesitas que hablemos, hablaremos. Me cambio de ropa y enseguida estoy contigo.

Sola en el salón, frente a las imágenes mudas de la televisión, más relajada, espera a que Alberto vuelva. Ahora es una anciana la que relata su terrible experiencia en uno de los campos de concentración nazis.

Alberto vuelve al salón. Abre el mueble donde guardan las bebidas y se sirve un ron. No le pone hielo. Se sienta en un sofá junto al de Amanda.

-Tú dirás.

-Cuando estuvimos en Barcelona, abrí por error el cajón donde habías puesto tus camisas y jerseys. Habías bajado a toma café. Me llamó la atención una caja que sobresalía entre tu ropa y no resistí la tentación de abrirla. Pensé que era uno de esos regalos de empresa, de los que suelen hacerte. Me pareció un bolígrafo excesivamente valioso y, al observarlo con atención, descubrí una inscripción poco común en ese tipo de obsequios. La impresión, la duda y otros motivos, en ese momento incomprensibles, me impidieron hacer ningún comentario al respecto. Tu improvisado viaje a Londres aumentó mis dudas y mis sospechas. Decidí hacer algo que jamás me hubiese imaginado que haría, seguirte.

Alberto cambia su postura y toma un sorbo de ron. El trago ha sido largo y la bebida le rasca la garganta. Tose.

-Te vi entrar con ella en el aeropuerto. Te vi mirarla y besarla. No sé si te estaría hablando, si lo que hubiese visto fuese menos importante de lo que me pareció. Porque me pareció ver a un hombre enamorado de otra mujer.

Alberto se levanta, va hacia el ventanal que da a la terraza y le da la espalda a Amanda. Amanda permanece en silencio, aguarda su reacción, sus palabras. Él sigue mirando hacia afuera.

-Amanda, yo te quiero, pero no puedo negarte lo que has visto. Tampoco puedo afirmar que sea todo lo importante que te pareció. Estoy confuso, nunca me propuse engañarte.

-No quiero que me expliques cómo pasó, cómo surgió. Quiero tu verdad, la de tus sentimientos y si eso te va a llevar un tiempo averiguarlo, espero que no sea demasiado. Esta situación no es cómoda para ninguno de los dos. No estoy dispuesta a fingir y no soportaría que siguieras fingiendo.

-¿Qué sugieres?

-Estoy convencida de que no hay recetas infalibles en estos casos y que lo más adecuado, al menos para mí, es la distancia.

-¿Que me vaya? ¿Y el niño?

-Le podemos decir que harás un viaje más largo de lo habitual.



miércoles, 10 de noviembre de 2010

XL


Cuarto peldaño, descenso.

La tarde pasó suavemente, charlando en casa de su amiga, los niños jugando... Las ideas de Amanda se iban aclarando a medida que le iba contando todo a Teresa.

Me voy a separar de Alberto, Teresa. No podemos seguir engañándonos. Este amor le ha transformado, tal vez ni siquiera él sepa qué le está sucediendo.

Me asusta su miedo, Teresa. Hace tiempo que oculta esta relación y eso supone que teme algo. Hay algo que no quiere perder de lo nuestro y algo que no quiere perder de su nueva relación.

Alberto es un hombre muy metódico, rutinario a veces hasta la exasperación, controlador, necesita prevenir casi todo lo que hará, le da mil vueltas a todo antes de decidir. Cuando compramos el último eléctrodoméstico, sin ir más lejos, se informó de precios, prestaciones, de todas las marcas y modelos, de tiendas, tardó una semana en darme a elegir tres modelos de tres marcas diferentes, que según sus deducciones eran los mejores en relación precio calidad. Un humidificador para la habitación del niño, Teresa. Y ahora le veo lanzarse a la aventura con una chica, mintiendo, jugando a dos bandas, improvisando como si lo hubiese estado haciendo toda su vida.

¿Por qué nombró Teresa a Vampi?

El niño ya está acostado, su padre no llega hasta las 22h. Demasiado tarde. En el coche, de vuelta a casa, se le cerraban los ojos. Después del baño y la cena se quedó dormido en el sofá y lo llevó a su cama en brazos.

¿Tendrá ánimos para hablar con su marido?

Amanda enciende la televisión y cambia de canales, la deja sin sonido y mira las imágenes. Un niño engominado, vestido con camisa blanca, pajarita negra y un pantalón negro, canta como si fuera un adulto, sus gestos son copia exacta de algún cantante. La cámara enfoca a una mujer sonriente y con lágrimas en los ojos, evidentemente emocionada, y luego regresa al cantante diminuto, saludando de forma histriónica. Cambia de canal y deja un reportaje. En la pantalla aparece un anciano, superviviente del holocausto alemán, lo sabe por los subtítulos.

Le llega el rumor del ascensor deteniéndose en su planta y las puertas abriéndose. Luego, la llave en la cerradura de la puerta de entrada.

Cuando su marido entra en el salón, no entra él sino otro, al que nunca le había visto ese reflejo luminoso en la mirada. Esta vez sí, esta vez, quizás por su propia actitud, descubre cierta incomodidad.

-Alberto, tenemos que hablar.





martes, 2 de noviembre de 2010

SIN DIARIO/SIN NÚMERO (D)


Volviéndome loca. Envolviéndome en la locura de quizás un sueño. Si al menos pudiera escribirlo con mayúscula. Así: Sueño.

Porque la presencia que no se refleja en los espejos volvió con sus estipulaciones, su capacidad de incapacitar límites entre las realidades más crudas y las ficciones mejor cocidas.

¡¡Quiero dormir!!, grité. Vampi, asomó la nariz al dormitorio y me preguntó si estaba bien. Desde debajo de las sábanas le respondí que estaba perfectamente, siempre que todos se estuvieran callados. Preguntó si él también debía callarse. Sí, tú, que aún no tienes nombre, también, al menos que tengas algo importante que decir y sirva en la solución de este lío, le contesté.

Sentí cómo alguien se sentaba en el borde de mi cama. Retiré un poco la sábana, destapándo uno de mis ojos y vi a Vampi sentado, pensativo.

Si no fuese fruto de tu imaginación, diría que te estás enamorando un poquito de mí, dijo.

Me destapé, además del ojo derecho, la nariz.

Que yo sea el único que no tiene nombre y Amanda la cabecilla de la revuelta, es muy significativo.

Ay, Señor, éste me quiere psicoanalizar. Me destapé el ojo izquierdo. ¿Y qué más?, dije.

No sé, tal vez te recuerde a alguien.

Soy yo la que te ha dado voz en esta historia, ¿no lo has pensado?

Por eso mismo.

Tú no sabes lo que dices, todavía eres muy joven. Vete a la sala y a ver si te encuentras a tu Amanda y no a la del mate, ¿vale?. Llévatelos a todos, diles que no le voy a cambiar el nombre a ninguno, si no les gustan los que tienen tendrán que esperar a otra historia, es decir, a otra vida. Adiós, Vampi, encantada de conocerte.

Se levantó con cierta pereza.

Una cosa más, le dije, no te hagas ilusiones, tú también tienes o tendrás nombre y puede que no te haga ninguna gracia.

Él salió de mi habitación y por fin me dormí.

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